Existen leyendas urbanas que sobrevuelan el imaginario colectivo y de
ciento en viento aterrizan en las tertulias de bar transmutadas en
tema de charleta y chascarrillo mientras unas cañas se van y las
otras vienen: El perrito de Ricky Martin, la niña de la curva, las
hebras del plátano fumadas, las melodías satánicas de los
Zeppelin vueltas del revés, el enigma de los chinos difuntos, Walt
Disney congelado y otros pseudomuertos tal que Jesús Gil o el Rey
Elvis. Busquen en Internet y comprobarán que los frikis han dedicado
tiempo y esfuerzos para categorizar y catalogar un sinfín de bulos y
patrañas que tarde o temprano acabarán, ya digo, amenizando sus
momentos de ocio y patatas bravas un domingo cualquiera por la
mañana.
Quisiera dedicar esta entrada a una variante de las leyendas urbanas que, a diferencia de las anteriores, no sólo abandona el territorio de la paparrucha sino que, sorprendentemente, halla una respuesta masiva en el colectivo social, y a la que denominaré leyenda urbana solidaria.
Quisiera dedicar esta entrada a una variante de las leyendas urbanas que, a diferencia de las anteriores, no sólo abandona el territorio de la paparrucha sino que, sorprendentemente, halla una respuesta masiva en el colectivo social, y a la que denominaré leyenda urbana solidaria.
Como supondrán, queridos Improbables, el origen de la leyenda urbana
solidaria admite todo tipo de especulaciones. Dejando a un lado la
cuestión de su autoría, que como sucede con los chistes es lo de
menos, el caso es que en algún momento, hace muchos años, en algún
lugar de esta patria nuestra, algún sublime manipulador lanzó al
viento la noción almodovariana de que la solidaridad
bien entendida empieza por la ortopedia. Por absurda que pueda
parecer a primera vista, esta ocurrencia delirante caló hondo en el
inconsciente colectivo, que no tardó en aliñarla con ingredientes
al gusto de los tiempos que corrían y que supongo -a su manera- aún
corren; los mimbres castizos sobre los que se tejerá la leyenda
urbana solidaria en sus múltiples variantes: De una parte, un niño
tullido o gravemente impedido y, por supuesto, sin recursos
económicos (angelico). De otra parte, la silla de ruedas entendida
como sublime vehículo terapéutico que encarnaba el sueño dorado de
todo minusválido más allá de la proverbial muleta de cojo: La
solución bienintencionada de un país de Pepe Gotera y Otilio en el
que la polio aún hacía estragos. Y por fin, el ingrediente surrealista de alto voltaje que eleva una
humilde historia de buenismo parroquial a la prestigiosa categoría
de leyenda urbana solidaria. Agárrense los machos: La clave para que
el pobrecito niño tullido pudiera disfrutar de la silla de ruedas
estribaba en reunir un kilo de esas delgadas fundas de plástico que
envuelven los paquetes de tabaco (curiosamente denominados “chivatos”
o “chivatas”, vayan ustedes a saber porqué). A lo largo
de mi añorada juventud he tenido la oportunidad de conocer gente
cabal que en uno u otro momento confesó ser coleccionista ocasional
de estos chivatos y, por consiguiente, víctima del poder de la
leyenda. Nadie nunca pudo darme razón del extraordinario proceso de
alquimia comercial que era capaz de transmutar el plástico de la
Tabacalera en ortopedia salvadora. Como suele ser habitual en el caso
de toda leyenda urbana que se precie, cualquier sustrato de verdad se
extravía irremediablemente a lo largo y ancho de una diabólica
cartografía social de parentescos y relaciones que hace imposible
contrastar los hechos. Puede que la verdad esté ahí fuera, pero tan
lejos como el novio de la hermana de tu excuñado, o más allá.
El hecho de que la silla de ruedas tuviera un valor económico
indeterminado -enigmático incluso- propiciaba el alivio de todo tipo
de conciencias solidarias, sin distingo de clases sociales. El único
requisito era fumar. Ducados o Winston daba igual; la materia prima
capaz de obrar el milagro ortopédico abundaba entre las familias de
los años ochenta, donde fumaba el padre, la madre, el hijo, la Tía
Tula y hasta la abuela republicana.
Hoy todo eso ha cambiado. El tabaco cuesta un Congo y además es el
demonio. Los niños, educados con amor en lo políticamente correcto
repiten las consignas aprendidas en el colegio y chantajean
sistemática y sentimentalmente a sus progenitores: Pap@ no corras.
Pap@ no fumes. Si han seguido y comparten lo leído hasta ahora,
queridos Improbables, entonces también coincidirán conmigo en que pareciera que
la leyenda urbana solidaria de la silla de ruedas y los chivatos ha
recibido una estocada mortal por la sencilla razón (como en
alguna ocasión ya les he dicho que decía mi padre) de que el fin,
por altruista y ortopédico que sea, no justifica el pecado nefando
de fumar y fumar hasta el kilogramo reunir, aunque sólo sea por no
oír la caca que dan los chiquillos con el asunto.
Sin embargo, la leyenda urbana solidaria ha demostrado una envidiable
capacidad de adaptación a un nuevo entorno globalizado que ahora
ensalza nuevas formas de consumo masivo comercializadas como estilos
de vida saludables. En fin, que como siempre nos acaban vendiendo una
moto que no sabíamos que íbamos a comprar. Ahora el padre, la
madre, el hijo, la Tía Tula y hasta la abuela republicana van al
gimnasio un par de veces por semana. Los mismos que antes fumaban,
ahora beben agua, mucha agua, mucha litrona de Coca-Cola y también
mucha bebida isotónica...
El cambio inducido de hábitos en la población genera un excedente de plásticos en general y de botellas de plástico en particular. Así las cosas, algún aventajado heredero del sublime manipulador del que les hablaba dos o tres párrafos más arriba ha perpetrado una astuta variante 2.0 de la leyenda urbana solidaria: Lo que antaño fueron chivatos son, ahora, tapones, y el pueblo noble y bruto (aunque no necesariamente por este orden), necesitado de causas facilonas por las que luchar, se lanza sin pensarlo dos veces a la colecta indiscriminada de tapones de todos los tamaños y colores destinados a costear esa silla de ruedas que salvará al pobre niño paralítico de su condena a las muletas antediluvianas.
Tapones a mansalva; toneladas de tapones usados que los bienhechores abducidos por la leyenda urbana solidaria acopian voluntariosamente con la ayuda de familiares y amigos, para después entregar con la satisfacción del deber cumplido en comercios de barrio adheridos también a la cruzada por la ortopedia. Todos esos tapones que probablemente se perderán como lágrimas en la lluvia (de desechos) en algún vertedero, como una metáfora de las buenas y pánfilas intenciones con las que los trileros alicatan el camino del infierno.
El cambio inducido de hábitos en la población genera un excedente de plásticos en general y de botellas de plástico en particular. Así las cosas, algún aventajado heredero del sublime manipulador del que les hablaba dos o tres párrafos más arriba ha perpetrado una astuta variante 2.0 de la leyenda urbana solidaria: Lo que antaño fueron chivatos son, ahora, tapones, y el pueblo noble y bruto (aunque no necesariamente por este orden), necesitado de causas facilonas por las que luchar, se lanza sin pensarlo dos veces a la colecta indiscriminada de tapones de todos los tamaños y colores destinados a costear esa silla de ruedas que salvará al pobre niño paralítico de su condena a las muletas antediluvianas.
Tapones a mansalva; toneladas de tapones usados que los bienhechores abducidos por la leyenda urbana solidaria acopian voluntariosamente con la ayuda de familiares y amigos, para después entregar con la satisfacción del deber cumplido en comercios de barrio adheridos también a la cruzada por la ortopedia. Todos esos tapones que probablemente se perderán como lágrimas en la lluvia (de desechos) en algún vertedero, como una metáfora de las buenas y pánfilas intenciones con las que los trileros alicatan el camino del infierno.
No voy a dejarles abandonar el blog esta vez sin recomendar fervientemente que hagan por ver este soberbio vídeo firmado por Beatriz Sánchez en 2011 en el que la muchacha se coloca a los Guadalupe Plata por montera y hace un faenón visual merecedor de orejas, rabo y puerta grande: