Todos los que vivan en Madrid y que
últimamente se hayan desplazado en Metro hasta el Kilómetro Cero de
la ciudad para hacer sus compras o, simplemente, por dar una vuelta
(ir al centro, a secas, es una forma de entretenimiento cutre que
suelo practicar de vez en cuando) se habrán dado cuenta de que un
avispado comerciante proveedor de telefonía móvil y un alto
funcionario del Ayuntamiento o de la Comunidad de Madrid se han liado
la manta a la cabeza y han cerrado un pacto cabrón y diabólico para
vender -o alquilar, igual me da- aquello que parecía invendible,
inapropiable; algo que hasta ahora parecía estar al margen del
comercio.
Estimados Improbables, lamento
informarles de que el capitalismo feroz, con la connivencia de unos
poderes institucionales ávidos de financiación, ha conseguido
infiltrarse en la provincia de los topónimos libres y secuestrar la
estación de Sol y la Línea 2 de Metro: Ding, dong, ding, próxima
estación: Vodafone Sol; al salir tengan cuidado para no introducir
el pie entre coche y andén...
Pienso en el crío del anuncio de
televisión que viaja a bordo de un coche eléctrico de última
generación y que, al pasar delante de una gasolinera, le pregunta a
su padre por lo que ve. Se me viene a la cabeza Joseph Goebbels y su
mentira mil veces repetida. Busco en Internet a propósito de
Goebbels y me encuentro con el Principio de la Vulgarización,
enunciado también, al parecer, por el jerarca nazi: “Toda
propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente
de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la
masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a
realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su
comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar”.
Quizá los niños de mañana miren al cielo y contemplen un Vodafone
resplandeciente iluminando un mundo en el que las marcas habrán
colonizado las palabras primero para suplantarlas después. Un mundo
Macnífico en el que cualquier patrocinador con dinero
para gastar podrá apropiarse del sustantivo o adjetivo que le plazca
a golpe de talonario, siempre que exista un poder institucional
dispuesto a vendérselo.
La
Marca España no es más que una política
de Estado (así queda
definida en la página
web). Actualmente
no asocio
la Marca España con
otra cosa distinta de la
democracia pesebrera
y corrupta que
reflejan
las portadas de los diarios un
día sí y otro también. Otra
de tantas políticas
de Estado
fallidas
si
no fuera por
que
la
canallada de Vodafone
Sol
me
hace replantearme
la situación
desde
una perspectiva diferente, y me da por pensar que cuando
la
avaricia de esos
ideólogos
de la política de
Estado
encuentre
respaldo en una mayoría absoluta parlamentaria (una
mayoría de
esas que proporciona
cobertura legislativa para este tipo de tropelías)
puede
que en las
escuelas públicas
se
enseñe la
Historia de
Zara España, un País
de Moda. Imaginen
libros de texto de
enseñanza oficial
adaptados al patrocinio del conglomerado empresarial de Don Amancio.
O
acaso
los
estudiantes aprendan
geografía
de
nuestro país en
mapas
orlados con la leyenda:
Firestone España,
Tracción y Futuro.
¿Españales Dodot?
No
se lo tomen a guasa; cualquier
esperpento es admisible si
está inspirado en la máxima neoliberal que reza:
si usted lo
quiere comprar, yo se lo
puedo vender.
No
hay que subestimar
la enorme
potencialidad que
como fuente de ingresos
encierra un topónimo
transmutado
en marca. Cuánta caja haya
hecho Metro de Madrid, S.A. con la operación Vodafone, lo
desconozco. Imagino, eso sí,
muchos intermediarios
y mucha maraña contractual, mientras el precio del transporte
público no deja de aumentar. Imagino
también alcaldes prebostones
y obispos lectores
del Expansión frotándose
las manos mientras hacen inventario mental
de las posibilidades
económicas del
patrimonio lingüístico
que administran: El Camino
Movistar de Santiago, bienvenidos al aeropuerto Tenerife-Bacardí,
Monasterio de la Rábida Red
Bull, Ambipur Doñana,
espacio natural. Suma y
sigue.
Los
empresarios invierten
a largo plazo en
el lenguaje a la mayor gloria de esta o aquella marca corporativa.
Igual
que una mentira mil veces repetida se transforma en verdad, y
si
el
patrocinio se prolonga suficientemente en el tiempo, la
marca patrocinada
acabará
fagocitando
al nombre
con
el que se asocia,
como ya ha pasado con el Teatro Cáser, antes conocido como Teatro
Häagen-Dazs
y que
en un
tiempo pasado y
menos pesetero
se llamaba
Teatro Calderón de Madrid.
A
fuerza de ver la
dichosa publicidad
una y mil veces tengo ya a la Liga BBVA
tatuada
a fuego en mi mapa de la realidad. Algunos
equipos de baloncesto ya
han vendido su identidad deportiva al
mecenazgo de
las Cajas de Ahorros, y el interés por este deporte se confunde en
mi cabeza con el interés compuesto de los productos financieros que
nos
ofrecen
los
nuevos propietarios desde
los escaparates de cristal blindado de sus sucursales.
Poco a poco, bancos y grandes empresas van abriéndose
paso
a
golpe de talonario
en ámbitos de la vida que
hasta ahora carecían de dimensión comercial.
En
estos últimos tiempos -de ahí esta entrada en el Blog-
parece
que son
los lugares los que están en venta o, mejor dicho, las palabras con
las que designamos los lugares, las que se venden.
Pero
a diferencia de los equipos de baloncesto y las ligas deportivas, las
palabras no tienen dueño. El
lenguaje, que yo sepa, es patrimonio de todos.
Curiosamente,
en el caso de la Operación
Vodafone-Sol (por
llamarla de alguna manera) nadie
ha levantado un dedo para acusar,
siquiera
para
afear la conducta,
a quienes
han
comerciado
con lo que no era suyo. Con
ello confirmo mis sospechas de que lo más granado de la
intelectualidad o bien se desplaza en taxi o vive en Nueva York. O
puede que ambos.
Y
de todas formas,
aunque
no fuese así,
probablemente
no tengan
tiempo para denunciar estas pequeñas miserias
endémicas
de
los ciudadanos corrientes
y molientes
que,
desde luego, yo interpreto como signos ominosos de
lo
que se
avecina. Creo
que
tras la Operación
Vodafone-Sol
se han sentado las bases para que mercadotecnia
y realidad empiecen
por fin a
confundirse
en la percepción de los ciudadanos-consumidores. Llegará
un día en que los
niños que vendrán, igual
que el que viajaba en el coche eléctrico unos párrafos más arriba,
no
serán capaces de discriminar
entre el producto que hay detrás de una marca (Vodafone-Sol)
y la cosa o el
lugar
que esa misma marca designa (Vodafone-Sol).
Un futuro chungo en
el que ya no habrá mentiras, sino marcas mil veces repetidas.
Sencilla,
liviana y bonita como la memoria adolescente
de
un
primer beso sin
lengua ni maldad