Vaya
por delante que yo no tengo, así que aquellos Improbables Lectores
que en su día no hayan hecho oídos sordos al llamado de la
naturaleza y se hayan reproducido podrán recriminarme ignorancia
supina, típica del Soltero Indomable que, por puro aburrimiento, no
tiene otra cosa que hacer que escribir lo primero que se le ocurre
cuando no anda drogado o deprimido o ambas cosas. Yo, por mi parte,
dejaré constancia aquí de mi más enérgica protesta, Improbables
Señorías. ¡Protesto! Y, con la venia, argumentaré en mi defensa
que es precisamente mi propia y yerma unipersonalidad la que me
proporciona distancia ecuánime y sosiego reflexivo necesario para
ponerle las peras al cuarto a todos estos progenitores insolidarios
que sacrifican innecesariamente libertad y recursos económicos en
aras del sueño atroz de una familia de teleserie norteamericana en
la que los padres y los hijos se quieren verbal y constantemente,
ejercen la honestidad sincera a todas horas, dialogan
constructivamente como tertulianos en un programa de La 2, coleguean
en truños deportivos auspiciados por el colegio bilingüe de turno y
degustan coca-colas y hamburguesas en la barbacoa del adosado los
domingos. En fin, padres e hijos que comparten artificiosamente penas
y alegrías haciendo gala de un colegueo de nuevo cuño en el que el
axioma sociológico cuando seas padre comerás huevos
ha sido repudiado
por fascistoide y carcamal.
“Te
odio papá” o “te quiero, mamá” a edades
indecentemente tempranas. Retórica infantil mamada de la
globalización televisiva, de tantas y tantas películas con moralina
tramposa urdidas en los estudios Disney. Las vidas de los niños
metropolitanos transcurren edulcoradas y empalagosas entre risas
enlatadas del mundo adulto que les rodea y se desvive por ellos,
procurándoles toda la logística diabólica que demandan cumpleaños,
comuniones, deberes a machamartillo, tutorías y, por supuesto, las
innumerables actividades extracurriculares. De unos años a esta
parte, las agendas de los críos exigen dedicación secretarial que
los padres, tan modernos y didácticos ellos, proporcionan aun a
costa de sacrificar la cicatera cuota de vida propia que les resta
descontado el curro y las horas de sueño.
No
tengo buena memoria. Mi infancia y preadolescencia no alcanza a ser
más que un revoltijo de recuerdos dislocados, sin coherencia
temporal. Recuerdos dispersos sin duda retocados una y otra vez por
el Instagram de la memoria. Tal vez algunos domingos mi padre
y yo le pegábamos patadas a un balón de reglamento en la Casa de
Campo y tal vez mi madre me leyera un cuento a la hora de dormir. Y
tal vez poco más. El resto fue calle, primos y tebeos, muchos
tebeos. Supongo que mis viejos, que eran jóvenes por aquel entonces,
harían lo posible por vivir sus vidas adultas en la España del
tardofranquismo; yo sinceramente espero no haberles robado más que
el tiempo imprescindible que requería mi educación estrictamente
considerada. Por otra parte les agradezco, también sinceramente, que
no hayan interferido más de lo necesario en el desarrollo de un
tiempo de mi vida pletórico de inocencia, costras y descalabros, un
tiempo de barrio en invierno y playa o pueblo en verano. Una época
simplona y asilvestrada, una infancia de artesanía, en la que nos
malcriábamos a nuestra manera.
Niños
apaleados, niños manipuladores y niños cabrones los ha habido
siempre, claro. La diferencia es que los niños del siglo XXI son,
además, niños educados en la sofisticación del consumidor de
gustos complejos. Niños que habitan un mundo globalizado y
prefabricado a su medida y sufragado a costa del bolsillo de sus
mayores: Papá Noel, Hallow'een, semanas blancas, disfraces, sagas
interminables de dibujos animados, videoconsolas y demás quincalla
tecnológica infantil, pizzas o hamburguesas, chuches, yincana
(se lo juro por la RAE), centros comerciales, entrenos tutelados en
este o aquel deporte, juguetes ad nauseam, barbacoas,
cupcakes, Micropolix, Disneyworld y sin olvidar, por supuesto, las
comuniones y los cumpleaños, que de celebraciones sencillas de misa
y caramelo han pasado a ser superproducciones familiares ruinosas
necesitadas de apalancamiento financiero en las que los padres,
algunos voluntariamente y otros a regañadientes, compiten cual
magnates rusos por el fasto más hortera.
La
sobreprotección es cara, pero quién no desea un futuro mejor para
sus hijos. Vivimos en un mundo donde más siempre es mejor; un mundo
plagado de estadísticas diabólicas en las que la probabilidad
infinitesimal se transmuta en posibilidad inminente. Por si acaso,
todos nos la cogemos con papel de fumar: Defender a nuestros
pequeñuelos contra los pederastas de las redes sociales, los
acosadores en las escuelas, la violencia callejera, las drogas, los
dientes pa fuera, las malas influencias, el lenguaje soez, el sexo a
destiempo, los accidentes de trafico, se ha convertido en una cruzada
que todo progenitor que se precie ha de abrazar con celo
fundamentalista, cueste lo que cueste.
Atrás
quedó el despotismo ilustrado, la disciplina inglesa, el come y
calla y otros anacronismos reaccionarios. Hoy, toda familia moderna y
estructurada que se precie es una democracia dialogante en la que
vota hasta el gato desalmado, que también tiene sus derechos el
pobre animalico. Los niños manejan con asombrosa destreza la cuota
de poder que les es dada y se dedican a chantajear candorosamente a
sus padres que, atrapados en la pesadilla buenrrollista de la familia
ejemplar de teleserie norteamericana, se las comen dobladas una
detrás de otra. Parece que aquí nunca nadie con responsabilidades
familiares se leyó El Señor de las Moscas; o si lo hicieron no
tomaron buena nota de las consecuencias indeseables que puede
acarrear la proyección del mundo adulto en el territorio de la
tierna infancia.
Aprovechando
que probablemente no me lean ni hoy ni mañana ni nunca, les haré
partícipes -que no cómplices- de una de mis bajezas musicales.
¿Cómo pude? Y lo que es peor, ¿cómo puedo aún?