Aquí
me tienen, sentado en la silla plegable de rayas verdes y blancas con
el netbook en el regazo reflexionando, no sin cierto alivio,
sobre toda esa oferta de ocio ilustrado, todas esas tendencias en
boga y guiños al buen gusto inútilmente desperdiciados en mi
persona, refractaria e impenetrable a los encantos de la cultura del
consumo, sospecho que por ignorancia crasa. Lo confieso: soy un
gañán. Soy un gañán de fin de semana.
Escribo, como digo, sentado en la silla de playa pero igual podría
estar apalancado delante del portalón de mi casa, a pie de la
carretera nacional, en algún pueblo polvoriento dejado de la mano de
Dios, mirando desapasionadamente pasar los coches de regreso a la
capital el domingo por la tarde, sin preguntarse quiénes son, a
dónde han ido o de dónde rayos vienen. Luego me bajaré al bar a
ver al Madrid o a tomarme un café o algo. Aquí en Madrid tal vez no
me baje a la tasca, pero siempre me queda derivar a la Fnac a dejarme
unos eurillos en paperback barato. Rutinas de gañán.
Aborrezco la cultura de la gratuidad envenenada: el dos por uno, la
tarjeta de socio, diez por ciento más de champú, el bono de los
treinta masajes, por una compra superior a cien se lleva uno, el
sexto café le sale gratis, rasque y gane... Una mañana de sábado,
hace ahora tres semanas, arrojé a la primera papelera que encontré
a mano una revista de moda amortajada en plástico transparente junto
a un calendario de cartón geltex, un libreto encuadernado con
ofertas surtidas en cupones recortables, la sábana roja plegable del
Mediamarkt -antro de perdición donde los haya- y otra morralla
publicitaria que ahora no recuerdo. Tras la parada técnica de
desescombro editorial retomé mi camino hacia la cafetería no sin
una vaga sensación de culpabilidad por no haber utilizado un
contenedor dada la ingente cantidad de papel-cartón de la que
acababa de deshacerme pero, qué demonios, yo sólo quería hojear el
periódico al lado de un café y una caracola, sin más engorros. Lo
cierto es que, despojos comerciales aparte, había abonado un
sobreprecio de treinta céntimos al quiosquero por un semanario de
moda que había acabado inédito en el fondo de una papelera. Con la
mirada perdida en el Times New Roman del periódico (esa mañana
había olvidado las gafas en casa) me dio por divagar pensando en las
pencas de las acelgas, las cabezas de pescado, los esqueletos de
pollo y tantos otros restos comestibles que, aun habiendo sido
aforados al peso en la balanza del mercado, acabo injustamente
abandonando a su suerte en el cubo de basura, pura y simplemente por
racismo arraigado en la ignorancia y los prejuicios culinarios y, con
toda probabilidad, en la confortable existencia de un baby boomer
que -aún- no ha perdido su empleo. Mea culpa.
Rectificar
es de sabios y también de gañanes, voto a Dios, así que me hice
una nota mental para el sábado siguiente, en el que volví a abonar
al quiosquero el sobreprecio del diario si bien esta vez tomé
cumplida posesión del suplemento de moda que exhibía en portada la
pulcrísima estampa de Scarlett Johanson (Actriz. Nueva York, 22 de
diciembre de 1984) canibalizada por la luz cegadora de un flash
inquisitorial y
despiadado.
La rubia Scarlett me dedicaba una mirada lasciva a la vez que
suplicante (perdónenme
la
subjetividad) y un mensaje claro como el agua del Canal: Me
verás, pero no me follarás.
Mal empezamos. Decido ignorar los avances indecorosos de la
fotogénica Johansson y comienzo a hojear la revista contra natura;
es decir, desde atrás, como suelo. Nada reseñable al
otro lado de
la contraportada: una fotografía antigua de Peter Sellers, vagamente
evocadora de un Austin Powers salido del armario, a modo de refrendo
visual de un artículo firmado por Rossy de Palma (!) que glorifica
de las virtudes del bolso masculino entendido como complemento ideal
del hombre-florero del siglo XXI; glosa estéril donde las haya,
sobre la que no dilapidaré el ya de por sí el escaso talento que
Dios me ha dado. Tras el consabido horóscopo, como es de ley en
cualquier revista de moda que se precie, me encuentro con una
entrevista nada más y nada menos que con la Mala Rodríguez
(Malamaría
motherfuckers
uh, uh). Encabronada
por defecto
con
el Sistema, como también suele ser de ley en cualquier rimador
que se precie, la
rapera jerezana
descongelaba
recientemente un slogan un poco ramplón,
de
andar por casa vamos,
en su cuenta de Twitter: “A
la
mierda las instituciones. Toda clase de partido, de gobierno y de
tradiciones”.
Pero,
oh, sorpresa, sorpresa: Al
pie de la fotografía que ilustra la entrevista, algo rechina; algo
no encaja con la indignada
declaración de principios:
“La
Mala Rodríguez recogió el Premio de la Música 2011 al Mejor Álbum
de hip hop vestida con un corsé de la colección Spellbound de
Bibian Blue (www.bibian-blue.com)
marca de la que es imagen”.
Bien
pensado, lo cierto es
que rapero también rima con ropero y -curioso
hallazgo-
con
dinero.
Dinero. Gran parte de
los cachivaches de moda y otros objetos de efímero deseo retratados
a lo largo y ancho
de cuarenta y dos
páginas de la revista exhiben
precios inflados hasta
la desvergüenza, siempre y cuando este
razonamiento emocional se haga
clave de salario mínimo interprofesional que, a día de hoy,
asciende a seiscientos
cuarenta y un Euros. No
hay que olvidar que se trata de accesorios
por lo general fabricados
en serie cuyo coste real de producción, de conocerse, ofrecería
oportunidades
insospechadas para el análisis de la avaricia y la
estupidez humanas.
Mención honorífica merece la
mochila Alligator diseñada
por las hermanas Olsen que cualquiera de ustedes podría adquirir por
treinta y nueve mil Dólares si no estuviera -como leo- agotada. Muy
recomendable también, en especial para mitómanos imbéciles, pasar
una noche en la Suite
Dior del
hotel Saint Regis a cambio de seis mil trescientos Euros, experiencia
exclusiva
e
inolvidable donde las haya reservada
a los bolsillos más profundos
que sin duda concitará la envidia de los aproximadamente seiscientos
mil débiles mentales
que han aforado veinte
Euros cada uno (les ahorro el cálculo: suman
doce millones de Euros) para
contemplar nada más y nada menos que el vestido nupcial de la otrora
plebeya -aunque
pija-
Middleton, hoy Duquesa de Cambridge.
Elena Benarroch, que es una peletera (quizá suene a
insulto, pero no lo es), halla un espacio natural en el que darse
pisto a la altura de la página veintisiete de la revista: “Tengo
dos bolsos Birkin. Uno lo heredé de mi madre. El otro lo compré en
un aeropuerto, sin necesidad de apuntarme a ninguna lista de espera.”
Me late entre las líneas que semejante revelación oculta una
frívola estupidez. El gañán que habita dentro de mí se revuelve y
me exige a gritos que arroje la revista al cubo de la basura, pero el
caso es que algún resorte oculto en lo más profundo de mi alma
cateta me incita a continuar leyendo (pierdan cuidado, estimados
Improbables, me lo haré mirar). Sea como fuere, y tras ilustrarme en
Internet, ahora sé lo que es un bolso Birkin: Viene a ser como la
mochila de las hermanas Olsen, pero un poco más barato. Lo que
confirma mi intuición previa.
En la página contigua otra mamarrachada con forma de reportaje: Una
“ubicua directora de moda y fashionista irredenta se
convierte por un día en la monarca más famosa del mundo: Isabel II
(...)”. Esta vez opto por economizar letras siguiendo elementales
principios de higiene mental preventiva, así que no lo leo, si bien
me demoro un momento en la contemplación de varias fotografías de
Isabel II superpuestas en una especie de collage fotográfico.
Fascinado, me percato de que en todas ellas viste básicamente igual,
con guardapolvos, broche joyuno y sombrero comestible. Como una
víctima de la cubeta del Photoshop la reina de Inglaterra,
warholiana e idéntica a sí misma, se multiplica en gamas cromáticas
maniqueas y contundentes. La verdad, se me ocurre, es que el papel
del Oráculo en la trilogía Matrix le habría ido como anillo al
dedo.
Continuo leyendo, ya decididamente en diagonal, y a veces casi en
vertical, limitándome a contemplar el agradable paisaje fotográfico
de reclamos publicitarios y bellas mujeres ligeras de peso y, sobre
todo, de ropa, elemento este último molesto e incidental que me
enturbia el garbeo visual. Detengo la mirada con estupor incrédulo
en una fotografía de Antonio Muñoz Molina en la que el Académico
se nos aparece en primer plano cual modelo de colonia parisina de las
de a sesenta Euros el frasco. La fotografía, blanco y negro de diez
por nueve centímetros, se ubica al pie de la entrevista con el autor
del Invierno en Lisboa, curiosamente de dimensiones idénticas. Caben
cinco preguntas con sus correspondientes -y lógicamente sucintas-
respuestas además del título de la cabecera, que reza “Un
cuentista con mucho arte” pero igual podía haber sido “Un
ubicuo cuentista de moda y fashionista irredento” y,
créanme, nadie se habría dado cuenta. Lo que,
por cierto, me lleva a
preguntarme, visto el milagro obrado con Muñoz Molina, qué
demonios andará pensando el
candidato Rubalcaba, tan volcado en capturar el voto indeciso,
que no se hace inmediatamente con
los servicios del retratista. En este mundo de masas empanadas las
cosas son como en las “pelis” del chico americano,
donde el guapo es el bueno y los malos son muy malos (la
bastardilla es de Adolfo “Fito” Cabrales).
No es que me enorgullezca
especialmente por ser un gañán de fin de semana, no vayan a pensar
ustedes, apreciados e Improbables
Lectores,
que no soy consciente de las limitaciones, carencias abismales e
inconvenientes que todo ello comporta. Misántropos
inadaptados, exiliados de las
hermandades deportivas, políticamente fuera de juego, poco
cultivados, egoístas, solipistas y también un poco pajilleros,
somos una
estirpe abocada a la
extinción sin pena ni tampoco gloria. En la página ciento veintidós
de la revista hay un tipo que considera que al regalar flores “jamás
se puede sustituir un ramo por una planta. Precisamente en lo efímero
de la belleza reside la fuerza de unas flores cortadas”.
Qué
imbécil. En este mundo, sobramos o él o yo y, saben, realista
como soy me
temo que voy a ser yo. En
fin, doy por concluida esta entrada y arrojo -ahora sí- la revista
de moda en la papelera del salón. Con su permiso, agarro la
bicicleta y me voy al Rastro
a comprar un pijama de
franela sin firma
ni glamour, un
pijama de gañán, que no obstante espero sea
eficaz contra el invierno que se avecina. Saludos
cordiales.
Hoy no hay música, más allá de los acordes simplones de la Canción Mixteca que se escuchan al fondo del monólogo de Harry Dean Stanton en un peep show en algun lugar de Paris, Texas. Va por mí, aunque espero que ustedes también lo disfruten.