6 de marzo de 2011

Los Elegidos

Somos fruto de la dictadura del azar biológico, a la sombra de una coyunda improvisada dentro o fuera del matrimonio, de un condón reventado en el dormitorio de los padres de María, o de la planificación familiar a cargo de dos adultos cartesianos, responsables y aburridos. Podemos elegir la barra de pan más o menos tostada y unos vaqueros de pitillo en lugar de unos chinos, periodismo o filosofía, Barcelona o Atlético de Madrid, pero a la hora de la verdad, cuando verdaderamente importa, nadie nos pregunta si estamos dispuestos a jugarnos los cuartos en este mundo con las cartas que nos han tocado en suerte, así que no nos queda más remedio que tirarnos al ruedo con  veintitrés parejas de cromosomas de mano y todo el pescado vendido. O casi todo: Si dejamos aparte el genoma, el resto no van a ser más que disgustos y callos, cicatrices de profundidad variable y otros extras que, a la postre, no modifican el hecho incontestable de que la vida en su versión más básica no es más que rodar y desgastarse dando tumbos por los caminos hasta que finalmente, de una u otra forma, llega el reventón definitivo y uno se cae con todo el equipo para no volver a levantarse. Vivir no es elegir, digan lo que digan.

Haputale es un pueblo dejado de la mano de Dios en algún lugar de Sri Lanka. En el recuerdo, Haputale fue un lugar triste de paso, dos noches de lluvia bajo una mosquitera repleta de manchas  de sangre antigua y costurones a la luz de un bombillo costrado de polvo. Había un mercado con los puestos colmados de frutas macilentas y piezas de carne oscura, plantificados al pie de una red de canalones jalonados de vísceras en descomposición y líquidos turbios en el que los lugareños compraban las provisiones que por la noche, seguramente, acabarían maceradas en curry a tiro de tenedor en el plato del turista. En mi plato, por ejemplo. Comprenderán, o tal vez no, que aunque hayan pasado más de quince años, Haputale sea un lugar inasequible a mis nostalgias de viajero.

Tras una lucha encarnizada para adquirir un billete salvador en el caos colonial de la estación, conseguí abandonar el infausto lugar dentro de un vagón atestado de bultos de colores y lugareños de piel ahumada. Mientras el tren se alejaba, reflexioné desde la distancia del que se sabe libre e invulnerable, acorazado tras las divisas y el salvoconducto de un pasaporte de la Unión Europea. Imaginé cómo continuarían las vidas de toda esa miriada de personajes secundarios, los náufragos de Haputale, que dejaba atrás y que nunca volvería a ver:  Náufragos Abandonados a un porvenir anodino en la legendaria tierra de las especias pero no de las oportunidades. Sin combustible, con veintitrés parejas de cromosomas en la mano y un sofisticado mapa genómico; un calco del mío o del de cualquiera de ustedes, improbables lectores, por poner un ejemplo. La vida les había dejado tirados en una carretera secundaria, lejos de cualquier parte. A nosotros siempre nos quedará París, y a ellos el mercado y las moscas. E la nave va, mientras no se hunda.

Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba, en abstracto. Gracias a la Wikipedia he podido confirmar mis sospechas: Mariano Rajoy Brey es nieto de Enrique Rajoy Leloup, uno de los redactores del Estatuto de autonomía de Galicia en 1932, y es hijo del también jurista Mariano Rajoy Sobredo, presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra, ciudad donde creció. José María Aznar López es nieto de Manuel Aznar Zubigaray, periodista, político y diplomático navarro e hijo del también periodista Manuel Aznar Acedo, que durante la dictadura ocupó diversos cargos en organismos de radiodifusión y propaganda. Sin duda, hombres con pedigrí: hidalgos impecables del siglo XXI. No los conozco personalmente, aunque supongo que ambos deben de ser amenos conversadores, de trato cordial, aunque salvando las distancias, y que en los cursos de verano del Escorial le convidan a uno al café o aforan la comida en el restaurante de turno si es menester, porque nobleza obliga mientras la Visa aguante. En definitiva, gente ilustrada de bien que seguramente opinará sin reservas, al alimón con sus diez millones de votantes, que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, que es el que a fin de cuentas se lo ha currado en esta vida, tan puta ella, para llegar donde ha llegado, lo cual a mí no me cuadra demasiado por la sencilla razón, esto último lo suele decir mi padre, de que para llegar a la Moncloa no se puede salir de Haputale.

El mundo rebosa de artesanos del propio porvenir; de hombres y mujeres que traen a gala el haberse fabricado a sí mismos: vencedores de su oposición, doctores laureados, empresarios de éxito, prestigiosos homosexuales, políticos de renombre, aclamados restauradores, todos ellos indefectiblemente aferrados con uñas y dientes a sus merecimientos. Hombres y mujeres con mando en plaza, ejemplos a seguir. El triunfo mal entendido tiende a retraer injustificablemente los límites de la solidaridad, al tiempo que engrosa las listas de votantes de centro derecha, en la medida en que la ideología ofrece un territorio moral fácilmente colonizable por quienes se resisten a creer en su buena suerte y, en cambio, depositan todo el peso de sus convicciones en el espejismo del esfuerzo personal, garante del orden y la inviolabilidad de sus derechos fundamentales consolidados que, entre otros, incluyen el de hospedarse en un parador nacional, protestar por el alza de los impuestos o las comisiones bancarias, denostar el despilfarro de la sanidad pública y anatemizar la política de inmigración del gobierno de turno.

Primus inter pares del montón que si alguna vez transitaron por Haputale, probablemente en el vientre de un microbús con aire acondicionado, tal vez hiciesen un apunte mental, incluso tomaran una pequeña nota auxiliar a pie de página del diario de viajes adquirido en una franquicia del Coronel Tapioca, para apuntalar la experiencia personal sobre el terreno de un mundo exótico y disfuncional, de una realidad sucia y triste, casi extraterrestre.

Mementos del tercer mundo evocados en charlas intrascendentes durante las sobremesas de pacharán y licor de hierbas en esos cursos de verano del Escorial, a la mayor gloria del aventurero-ponente curtido en turismos del Capitán Saimaza.

Aunque, como escribía al principio, vivir no es elegir, qué duda cabe de que ellos son los elegidos. Brindaremos, pues, por el Capitán Saimaza que anida en el corazón de aquellos diez millones de votantes. Hoy por hoy, el mundo les pertenece.



El tema de hoy, a cargo de María "La Mala" Rodríguez, exaltará sin duda los ánimos de tantos y tantos Capitanes Saimaza como andan sueltos por ahí, sobre todo en estos tiempos de crisis. A corear el estribillo, amigos, que venceréis, pero no... etc. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando empecé a intentar labrarme un futuro acomodado (cosa que no conseguí) me topé con lo que la "gente de bien" (insolidarios que no faltan un domingo a misa) llamaban "LA CUERDA". Con el tiempo aprendí que significaba ese término. Don Mariano y el Señor Aznar pertenecen a "LA CUERDA". Los habitantes de Haputale, no.

Mi buen hacer profesional me permite substir (pago del piso compartido, 2 comidas diarias y una botella de wisky a la semana), pero si no perteneces a "LA CUERDA", no se te abre ninguna puerta.

Saludos, Maestro.