16 de febrero de 2011

Reciclaje

Cada vez que termino de escribir una entrada en este Watiblog me sucede lo mismo: Nunca consigo -ni de lejos- rematar el resultado a mi gusto; niquelar ese Proyecto Perfecto que de repente me sobreviene con el rollo de papel higiénico en ristre, extáticamente cautivado por ciertos culos en las escaleras del Metro de Madrid o a mitad del tercer sorbo del café de la mañana. Por desgracia, la inspiración nunca me pilla aposentado delante de las teclas del portátil, siquiera para maquetar apresuradamente un esqueleto de las tres o cuatro ideas que luego se hubieran convertido en el Proyecto Perfecto de vaya usted a saber qué, pero Proyecto Perfecto a fin de cuentas. Tiro de la cadena, los culos gloriosos me dan esquinazo o arrojo el vasito de poliestireno a la papelera. Y mi vida continua. Una vida que, como todas las vidas, se empeña en fluir inexorablemente como un río o como una cloaca, según se mire, y el bañista -o sea, yo- llega otra vez mojado a su casa con su Perfecto Proyecto perfectamente empapuzado de contingencias irrelevantes. Prostituido, emborronado, arrugado, irreconocible al cabo de un día largo y jodido en el que, como de costumbre, no ha sucedido nada que no hubiera sucedido ya en otro río o en otra cloaca similar, aunque no idéntica. No idéntica, porque supongo que ahí reside precisamente la sutil diferencia entre un martes de duelos y un miércoles de quebrantos.

Enciendo el ordenador e intento restaurar mi malogrado Proyecto Perfecto al trasluz del cátodo blanco. Lo repienso panza arriba, lo revuelvo del revés, lo remezclo con cualquier banda sonora, lo rememoro y me lo replanteo. Me doy cuenta de que llevo más de una hora transitando por la cloaca y que la cosa no tiene arreglo. Tal como éramos, tal vez fuimos, pero ya no somos, y yo me cago en el devenir y en el sudario blanco e inmaculado, tamaño A4, del procesador de textos; un sudario a la espera del muerto aún por llegar. Si desenfoco la mirada, puedo intuir los contornos mi reflejo desvaído superpuesto sobre la pantalla desplegada del portátil. La frustración deja paso al aburrimiento, el aburrimiento, a una lata de cerveza; la lata, a un cigarro, el cigarro a un viaje a la nevera, acaso una escala técnica en el mueble de los compactos y, después, el eterno retorno a la silla de oficina azul y al reflejo desenfocado, al ensimismamiento y a la pregunta trascendente del millón: Por qué coño hago esto.

Sé que no quiero o no puedo o, mejor dicho, no debo intentar buscar respuestas, principalmente porque, aunque resulte tentador, no deseo conocerme a mí mismo más de lo estrictamente necesario para ir tirando de un día para otro; no vaya a ser que no me caiga bien y parda la hayamos liado. Y paso palabra.

Llegados a este punto mis escasos e improbables -si bien avispados- lectores ya se habrán dado cuenta de que este revuelto de consideraciones variopintas que hoy les ofrezco no son más que los duelos y quebrantos de otro Proyecto Perfecto que se me ahogó río (o cloaca) arriba, y que no he tenido más remedio que reciclar como buenamente he podido, haciendo, como tal vez debieran decir por ahí, de tripas digestión. Monstruo de mi propio laberinto, a veces me veo incapaz de sostener la imaginación con ideas vivas y, llegado el caso, me contento con sobrevivir depredando los cadáveres de mis propios proyectos muertos; serpas cuius caudeam devorabit (hay que ver los latinajos con los que se tropieza uno en Internet). Las letras recicladas o, si prefieren, regurgitadas, tienen una consistencia mustia, viscosa y el sabor agrio de un yogur pasado de fecha. Decididamente, son poco aptas para el consumo del ojo lector que las procesa con la sana intención de pasar un rato atolondrado, una tarde cualquiera de febrero, antes de meterse en faena con las arduas tareas de recomponer fragmentos de identidad dispersa en Facebook.

Y ya, por fin, termino, en la esperanza de haber reciclado convenientemente este batiburrillo de palabras que de otra forma habría obturado irremediablemente los raquíticos canales de comunicación que, hoy por hoy, fluyen entre quien esto les escribe y los que viven, respiran y leen esto, fuera de la caverna. Como de costumbre, me sobran, exactamente, veintinueve letras. Pero eso es otra historia.

La canción de hoy está dedicada, con retraso, al lector improbable que amablemente me sugirió la temática de esta entrada, amén de mostrarme la plausibilidad culinaria de una tortilla de patata.

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