8 de enero de 2011

Avatar

Tengo superpoderes que he ido desarrollando y perfeccionando con el paso de los años. Aunque sospecho que podrían ser congénitos, no podría asegurarlo. He de reconocer que, a pesar de observarlos con paciencia y disimulo, nunca he atisbado en mis padres nada que pudiera delatar en ellos un don análogo al mío, nada que pudiera ofrecer una explicación hereditaria a mi extraña circunstancia. Sin embargo, siempre he albergado un resquicio de duda ante la terrible posibilidad de que papá y mamá llevasen una doble vida, amparados en un sofisticado -casi perfecto- andamiaje ficticio de realidad anodina: La indiferencia silenciosa de papá ante el televisor durante horas, el deambular mecánico de mamá por las habitaciones de la casa en un afán incomprensible de limpiar y recolocar espacios previamente inmaculados y perfectamente organizados, el intercambio constante y reiterado de consignas y frases huecas del tipo "pon la Sexta, que empieza el Telediario", "esta verdura está riquísima, ponle un poquito de aceite y sal", “te dejo las zapatillas en el armario” "si vas al supermercado, cómprame tabaco", "los tomates de ahora es que no saben a nada"... La sospechosa ausencia de conversaciones reales -quiero decir, de esas que contienen un toma y daca de información; de esas que con el paso de los años y la escucha atenta me hubieran permitido escuchar entre líneas y extraer conclusiones; conocer qué tipo de personas son; quiénes son, en realidad, mis padres. ¿Acaso ha existido comunicación telepática entre ellos nunca detectada por mí? ¿podría deberse a un pacto de silencio? ¿se trataría de una sofisticada estratagema de camuflaje verbal mientras la comunicación real fluía a otro nivel? ¿tal vez para protegerme? y si fuese así ¿protegerme de qué? ¿de mí mismo? ¿protegerme de mis superpoderes latentes? 

Un día, a los diez años, descubrí los rudimentos de la invisibilidad emocional jugando al ajedrez con un primo dos o tres años menor que yo. Con exultante satisfacción por mi parte y perpleja resignación por la suya me dedicaba a infligirle derrotas fulminantes y sistemáticas por la expeditiva vía del mate del pastor: 1.e4 2.Dh5 3.Ac4 seguido de 4.Dxf7. Idéntica cascada de derrotas  que, días antes, había sufrido yo carne propia a manos de su hermano mayor. Mi primo pequeño, al que acababa de explicarle cómo se desplazaban las piezas por el tablero, aún no sabía pronunciar la palabra "toalla" correctamente (decía "toballa").

Conforme al orden lógico y natural de las cosas de niños era un hecho implícitamente aceptado que la diferencia de edad, por pequeña que fuera, marcaba una jerarquía natural inamovible en un mundo en el que los mayores eramos mejores y más listos: corríamos más, saltábamos más alto, sabíamos cómo hacer las cosas, éramos más fuertes y, desde luego, ganábamos siempre. Lo contrario hubiera sido una catástrofe inconcebible, un golpe brutal con efectos retardados de esos que quince años después -efecto mariposa mediante- terminan sazonando telediarios y crónicas de sucesos luctuosos a base de adolescentes tronados, escopetas de caza e institutos de enseñanza media. 

El caso es que sucedió lo contrario y, sí, aquello fue una catástrofe inconcebible. Tenía, por aquel entonces, otro primo (parezco un gitano con tanto primo) universitario de ciencias y barbudo al estilo de la Transición que recalaba por mi casa de vez en cuando. Aquel día se interesó por nuestros escarceos infantiles sobre el tablero y, aunque nadie se lo había pedido, se adjudicó el papel de asesor estratégico de mi primo pequeño. Empecé a perder una partida tras otra y a sudar rabia y tinta china hasta que en un momento dado, con el último rey acorralado y técnicamente muerto, opté por abandonar deshonrosamente la partida hecho un mar de lágrimas. Corrí hasta mi habitación, pero no sin antes haber barrido de un manotazo las piezas de sus escaques, en el estilo más genuino de los villanos malperdedores de las películas. Qué vergüenza sentí entonces, al cabo de las lágrimas, tirado en el parquet de mi habitación. Vergüenza porque había perdido y, sobre todo, vergüenza por haber llorado al perder contra un mocoso que no sabía ni pronunciar “toalla”. Y entonces, de repente, me volví invisible por primera vez. Pasado un rato abandoné mi cuarto al lado de un niño con jersey y pantalones de pana verdes, el pelo como un casco y dos incisivos de conejo recién estrenados. Si mis padres notaron algo raro, no dieron muestras de ello.

Y así fue que a partir de aquel día empecé a andar (en realidad, me deslizo invisible y silenciosamente) junto a mi avatar que -entiéndanme- también soy yo, pero no exactamente. Por poner un ejemplo, mi avatar sentado a la mesa los domingos  al medio día funciona en modo automático; quiero decir, sin mayor esfuerzo de control por mi parte. Se integra perfectamente en los intercambios verbales sin  distorsión apreciable: Papá me arroja una frase-buñuelo del tipo “entonces, mañana trabajas”. Y mi avatar hace un breve silencio teatral y responde: “” e inmediatamente lanza un globo sonda cuya misión es evaluar posibles grietas por las que pudiera filtrarse la comunicación bien entendida: “¿eso son pimientos fritos?”. Entonces tercia mamá: “qué delgada que está Isabel Pantoja”. Todo en orden. Mientras mi avatar mastica un pimiento frito con la mirada perdida en el televisor yo me dedico a observar y a sospechar intercambios de información a otro nivel.

Al principio controlar al avatar no era tarea fácil. Impulsado por una voluntad reptiliana, el condenado se empeñaba en calzarse a mi yo invisible en cuanto bajaba la guardia. Como el día en que Esther le dio el primer beso en la mejilla. Como en los paseos, los polvos y los lodos que siguieron después. Por culpa de Esther, el avatar me retuvo atrapado una buena temporada, domingos de sobremesa inclusive (menudos pollos montaba delante del Telediario; papá y mamá no daban crédito) y también, por desgracia, los días laborables. Por aquél entonces me gasté un riñón en visitas al psicólogo por esas cosas del estrés si bien, lógicamente, durante las sesiones nunca me atreví a comentar nada sobre mis superpoderes que, por otra parte, creía haber perdido irremediablemente.

Un día Esther se murió. Simplemente. Un instante de caos y violencia insoportable, un infierno de metal y escoria plástica donde momentos antes  sólo había máquina, color y deslizamiento uniforme. Inercia interrumpida, desgarro brutal de la carne tibia, el colapso de los huesos, de los órganos  irremediablemente reventados. En fin, fuerza igual a masa por aceleración y una vida terminada. Leyes de la física. Leyes injustas. Simplemente. Esther se me murió.

De regreso del tanatorio, un avatar con vaqueros gastados, sandalias y una camiseta sin logos y, caminando a su lado, el hombre invisible que mira al suelo dócilmente mientras se deja comer por la pena. 

Desde entonces el avatar no ha vuelto a intentarlo y se resigna una y otra vez a ser acariciado y empitonado a partes iguales por la vida mientras yo empleo mis superpoderes para mantenerme discretamente al margen de las cosas y las personas hasta que Esther regrese o yo me vaya. Lo mismo da.



Hoy

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Acabo de llegar y no se qué decir.
Un saludo.

Watjilpa dijo...

Curioso. A mí me sucede lo mismo cada vez que empiezo a perpetrar una entrada:

Qué te voy a decir
si yo acabo de llegar,
si esto es como el mar
quien conoce alguna esquina.

[Adolfo (Fito) Cabrales]

Gracias por llegar