Se llama Roberta, forma parte del selecto Club de los Artefactos
Perfectos ideados por el ser humano: un martillo, una cafetera
italiana, tal vez un libro y, desde luego, una bicicleta. Mi
bicicleta -ya lo he dicho- se llama Roberta, y es de color negro
mate. Carece de marcas distintivas o seriegrafías agresivas. Simple,
discreta y elegante, Roberta calza llantas plateadas, aunque no
bruñidas, cubiertas de goma negra ni muy gruesas ni muy delgadas, y
en la parte de arriba un asiento de cuero oscuro con remaches de
cobre, un poco pijo, no apto para según qué tipo de culos. Apenas
dos cables interrumpen la austeridad rectilínea de sus formas. Sin
piñones, desviadores, pastillas de freno ni otros mecanismos
expuestos a la vista, se podría decir que es una máquina pudorosa.
El manillar, rematado por puños encintados en cuero negro a juego
con el sillín, dibuja un arco suave que le confiere un cierto aire
retro-deportivo, aunque por supuesto no es una bicicleta diseñada
para la competición. Sólida, hermosa y funcional, quise a Roberta
lejos de talleres, ajustes y mantenimientos, al igual -supongo-
que hubiera querido
yo verme lejos de hospitales, médicos y burocracias sanitarias. Me
acompañó al trabajo a diario durante los últimos tiempos de mi
vida profesional de corbata y nómina, y también después, en mis
otros desplazamientos por Madrid. A día de hoy, y salvo un par de
pinchazos, Roberta ha demostrado una resiliencia digna
de aplauso. Tan
es así que esta mañana (por eso se me ha antojado escribir esto) la
he llevado por primera vez en ocho años a un mecánico de bicicletas
que, tras examinarla a fondo, le ha recetado unas gotitas de
lubricante en la cadena y, extraño en estos tiempos que corren, no
me ha cobrado nada. Se me ocurren dos cosas ahora mismo: La primera
es que, de haber sido Juan Ramón Jiménez, habría podido comenzar
este texto tal que Roberta
es pequeña, peluda, suave...
La segunda es que, como
obviamente no soy Juan Ramón Jiménez, y dadas las considerables
limitaciones/discapacidades que padezco en estas cosas del escribir,
esto bien podría ser una redacción escolar; uno de esos tópicos
que el maestro o la señorita de turno encargaban escribir
a los niños, sin duda
para rellenar la hora que duraba la clase de lengua. Sea como fuere,
quede en la nube y, por tanto, para la posteridad, que una vez fui
orgulloso propietario de una bicicleta de
color negro mate, que se
llamaba Roberta, y que por
pertenecer al selecto Club de los Artefactos Perfectos sobrevivió
con holgura a su dueño, que sucumbió, como sucumben todos, a la
maldición de los hospitales, médicos y demás burocracias
hospitalarias. Memento mori.