He sido y sigo
siendo devoto seguidor de un cierto tipo de propaganda callejera. Me
refiero al panfleto de reducidas dimensiones que imagino replicado
al por mayor en la oscuridad polvorienta de una imprenta clandestina,
tecnológicamente más afín al ciclostilo del siglo pasado que al
prospecto satinado de los restaurantes de comida basura que nos
ofertan la caca de colores del siglo veintiuno.
Todo empezó con las
hojitas que repartían hombres de piel oscura, africanos de patera, a
la salida de la boca del Metro de Nuevos Ministerios. En ellas, un
gran mago, vidente o profesor de nombre exótico nos ofrecía en
formato rústico y tipografía desvaída la solución a un rosario de
problemas y contrariedades: recuperar la pareja, detienedivorcios
(sic) atraer a personas queridas, predicciones, problemas con la
justicia, mal de ojo, impotencia sexual, florecimientos (también
sic) para su empresa y negocios, amarres a distancia y demás
tribulaciones a la medida del parado sin estudios ni dinero para
recurrir a un abogado o un psicólogo, que es la opción habitual de
los mortales de clase media con nómina a fin de mes.
Afirmaban los
hechiceros ilustres que en todos los casos el resultado estaba
garantizado al cien por cien en el improrrogable plazo de tres días
y facilitaban un teléfono de contacto a pie de panfleto. Lo cierto
es que me entretenía en leer los papeluchos de camino al trabajo o,
mejor dicho, compararlos en busca de la diferencia: nuevos e
imaginativos problemas no enumerados en los panfletos anteriores,
grandes, ilustres y (e)videntes errores ortográficos africanos y,
sobre todo, los nombres: Profesor Bafode, Profesor Kanllura, Profesor
Souleymane, Profesor Mara, Maestro Casama, Profesor Touré y un vasto plantel
de brujos titulados. Solía tirar el panfletillo a la papelera más
cercana, hasta que una vez, probablemente al no hallar una papelera a
mano, opté por introducirlo en el interior del libro que aquel día
me acompañaba en el trayecto suburbano. Y ahí fue que empecé a
guardarlos de forma dispersa y sin ningún orden: no se
trata de coleccionismo en sentido estricto. Hoy, un número
indeterminado de ellos yace sepultado en las entrañas de los libros
que decoran las estanterías de mi casa.
Con el paso del
tiempo, este tipo de propaganda esotérica de andar por casa empezó
a vivir horas bajas o tal vez el libro electrónico -actualmente mi
modo de lectura habitual- ya no se presta a albergar más hojitas en
su interior desalmado. De todas formas, últimamente es raro que me
ofrezcan alguna, y si la guardo en el bolsillo de la camisa lo más
normal es que acabe olvidada y hecha pulpa en el tendedero de la
ropa. Supongo que todos esos ilustres profesores y maestros
remendones de nuestras cuitas más prosaicas habrán encontrado un
nicho de negocio más rentable en la venta de complementos de moda
apócrifos -y bien feos, por cierto- que son objeto del deseo de una
sociedad en plena crisis económica y de valores.
Atrás quedó, pues,
la época de los brujos visionarios, al tiempo que dejaron de
multiplicarse los libros de papel en los anaqueles del salón de mi
casa hipotecada. Sin embargo, mi debilidad por los panfletos de
guerrilla quedó latente hasta una mejor ocasión que no ha tardado
en llegar. A diferencia de lo que ocurría con las hojitas de los
curanderos, éstas se materializan como por ensalmo atrapadas bajo los
limpiaparabrisas o incrustadas en las ventanillas de los coches y nos
ofertan sexo a precios muy competitivos, si tenemos en cuenta que por
lo que cobra un fisioterapeuta de barrio puedes echar uno o dos
polvos (según el atasco de cada cual) y tomarte además una copa.
Aclarar aquí que conozco de primera mano las tarifas de un
fisioterapeuta de barrio. Me pregunto si follar tan barato resultará
rentable desde una perspectiva estrictamente empresarial o si
simplemente se trata de un complemento salarial opaco con el que
ciertas señoras maduras e independientes rebasan el fin de mes.
A pesar de tratarse
de un negocio al margen de las zarpas recaudadoras de Cristóbal
Montoro, en especial, e ilegal en general, algunos panfletos muestran
una paradójica deferencia hacia la juventud inocente con una leyenda
a pie de foto que reza “mayores de 18 años”, como en las
máquinas de tabaco de los bares, aunque el cartel disuasorio “tú
no debes comprar yo no puedo vender” admitiría una variante
similar a “tú no puedes pagar, yo no te dejo follar”. La vida
del graduado escolar y sus colegas es dura.
Las fotografías
están cortadas por el mismo patrón: Blanco y negro de escasa
resolución, rostro pixelado, lencería picarona, semidesnudos
improvisados y poco imaginativos. Putas de saldo para hombres cutres
que también tienen derecho a su pretty woman: La Cubana de los
Últimos Días utiliza estrategias de marketing poco sofisticadas
pero contundentes: “Tu buen polvo 20€”. Hay una Andaluza en
Apuros y también una española supercompleta que por setenta euros
(incluido taxi) debe de hacer todo tipo de guarrerías patrias a
domicilio. Las nuevas amiguitas independientes piden y dan discreción
(léase secreto profesional) y practican el francés natural hasta el
final (léase felación a pelo). Mención aparte merece el
culturista-masajista que desde un torso musculado sin cabeza (quiero
decir que la cabeza del fornido queda cortada fuera del encuadre) ofrece sus
servicios -sin especificar; probablemente algo prosaico con mucha
vaselina- y advierte en letra mayúscula que no responde a SMSs
anónimos ni a números ocultos, en la que yo percibo una amarga intrahistoria de chufla y escarnio telefónico.
Algunas ofertas,
además de las prestaciones carnales de rigor, incluyen el piso
propio a modo de valor añadido; lo que seguramente valorará y
agradecerá el cliente más tradicional que busca desahogo entre las
piernas de un putón hogareño. Supongo que en estos malos tiempos
que corren el domicilio en propiedad conjura también el fantasma de
un desahucio judicial inoportuno (léase en plena cosa).
Aunque todavía no
ha invadido los buzones comunitarios, este fenómeno panfletario está
ganando fuerza con el paso de los meses. El oficio más antiguo le
roba terreno los que tradicionalmente habían venido sirviéndose de
este tipo de propaganda. Cerrajeros, pintores y restaurantes chinos a
domicilio viven sus horas más bajas, anegados por la marea creciente
de freelancers del amor. Donde antes le pintaban el piso o le
reformaban la cocina, ahora una legión de emprendedor@s sin página
web ni Twitter que los parió le procuran una ñapa sexual sin IVA,
pero con copa. No es de extrañar que en el extranjero odien a los
españoles, porque somos sin duda un país en el que sobra vicio y,
también -aunque sospecho que en menor medida- talento. Envidiosos.
Hoy, una canción de
puticlub, porque la entrada lo merece.