Una multinacional
tiene dos ritmos de trabajo bien diferenciados. Por un lado, el
horario caótico y mercenario de los profesionales enfangados con
hitos, reuniones,deadlines y marrones análogos impuestos por
la dictadura de un cliente que donde paga, caga. No existe franja
horaria que no haya sido desflorada por un equipo de trabajo en el
altar de alguna transacción morrocotuda. Por otra parte, tenemos el
horario sindicalmente preciso de secretarias y otros administrativos
del montón, devotos a la fuerza del Convenio colectivo de oficinas y
despachos, que marca el comienzo teórico de una jornada laboral
improductiva desde las nueve de la mañana hasta una o dos horas
después, cuando empieza a reincorporarse a sus despachos y praderas
compartimentadas el contingente trasnochado de mandos intermedios con
sus Blackberries en ristre, dispuestos a darlo todo un día más.
Quisiera situarles en
esa franja de tiempo de nadie, tiempo laborable absolutamente
improductivo, durante el cual un nutrido plantel de secretarias
ociosas transita por Internet, chatea con sus compañeras de oficina,
intercambia emoticonos, planifica sus compras del medio día en El
Corte Inglés, habla de nada en especial (gratis) con sus familiares
(generalmente la madre), cultiva sus amistades en el Whatsapp o,
simplemente, vegeta en el puesto de trabajo.
Entre tanto, una
marea invisible de correos electrónicos va anegando los servidores
de la multinacional. Tarde o temprano llegará la hora de empezar a
deglutir marrones y ganarse el pan de la jornada pero, por el
momento, la situación es exactamente la que les describo en el
párrafo anterior, lo que manifiesto aún a sabiendas del riesgo de
perder alguna Lectora Improbable especialmente susceptible a los
estereotipos o negacionista de las convenciones de género.
Cada mañana, digo,
la escena se repite sin demasiadas variaciones en el guión: Los unos
cazan moscas mientras los otros compensan las deshoras trabajadas con
premeditada y rutinaria impuntualidad.
En días señalados, sin
embargo, esa rutina que les acabo de describir da un vuelco extraño.
La cosa sucede tal que así: Como cada mañana, la troupe de
secretarias arriba religiosamente a su hora, arranca sus ordenadores
y guarda su parafernalia personal (que incluye, entre otros,
revistas, paraguas, tupperwares, neceseres, bolsos, bolsas auxiliares
con el logotipo de Harrods, bestsellers, tickets-restaurante, par de
zapatos alternativo y, por supuesto, el ejemplar gratuito del 20
Minutos) en armarios-zulo merecedores de una entrada aparte en este
blog. Al cabo de unos minutos, de forma gradual, las secretarias
comienzan a abandonar subrepticiamente sus puestos de trabajo hasta
desaparecer por completo. A las nueve y veinte de la mañana la
moqueta muda y los fluorescentes componen una desazonadora estampa de
abandono profesional que acentúa el zumbido omnipresente de la
climatización. La oficina queda inerte, los teléfonos astutamente
desviados a centralita: Ha venido La Del Oro.
La cosa tiene tintes de
ficción y, también, ancestrales y costumbristas. De ficción porque
tenemos a una señora que ha sorteado los controles de acceso al
edificio inteligente portando un maletín repleto de joyerío variado
y libre de impuestos. Ancestrales y costumbristas, porque el negocio
se va a transar en un espacio típicamente vedado al hombre; en el
aseo de mujeres -donde no entra ni Felipe VI- y porque lo que
probablemente allí tenga lugar será el enésimo remake de un
ritual escenificado por ciertas mujeres a lo largo y ancho de la
historia de la civilización; esta vez en la versión española del
siglo veintiuno; costumbrismo de probador: ayyy, Mariiii, te queda
genial, que retrata el pavoneo ancestral de nuestras hembras
patrias ataviadas con un muestrario de sortijas, pendientes, esclavas
y cadenitas que La Del Oro porta en su maletín. Puedo imaginar a las
confabuladas absentistas encantadas de haberse conocido al calor del
oro relumbrón, mientras se contemplan frente a un espejo mural junto
a una fila de lavabos idénticos, en un espacio funcional y
puntualmente desinfectado en el que por supuesto no quedará rastro
del tufo rancio de la ceremonia una vez hayan cerrado tratos con la
fenicia del maletín que, se comenta, lleva un registro manuscrito de
los cobros aplazados de sus clientas de confianza, al margen de las
transacciones electrónicas y, presumo, de ciertos afanes
recaudatorios que no vienen al caso.
Las puertas automáticas
del ascensor de la planta se cierran suavemente y el rastro de La Del
Oro y su maletín pronto se confundirá, uno más entre el de tantos
otros que abandonan el edificio para hacer sus gestiones, a la caza
de clientes o, simplemente, a fumarse un pitillo en lo que viene a
ser el contexto general de un día más de trabajo; la ida y vuelta
de los negocios en el distrito financiero. Las secretarias se
reincorporan discretamente a sus puestos de trabajo, algunas luciendo
satisfechas el botín recién adquirido, mientras que otras lo
reservan para una boda u otra mejor ocasión. Desbloquean sus
portátiles, anulan los desvíos y se ensimisman en la lectura del
correo electrónico entrante. La oficina recupera el pulso rutinario
y estresado que caracteriza el comienzo de un día laborable
cualquiera y, lógicamente, que marca el final de la entrada que aquí
les dejo.
Esta canción me
produce, ante todo, deseos de bailar. Colateralmente diré que me
gusta, aunque sospecho que esto último es un mero efecto secundario,
algo así como la somnolencia del paracetamol: