Y uno ya no sabe por dónde empezar, pero tiene la certeza de que
todo lo que comienza acaba terminando. Se marchó el invierno por
donde vino; tuvimos sus más y sus menos con las aguas que cayeron
del cielo y como cada año resucitó la gotera del techo del salón
en forma de mancha parduzca que no me sugiere nada en particular; si
acaso mi propia desidia. Pasó febrero y dejó un rastro de muertos
que ya no pudieron ver la primavera ni el verano, ni tampoco más de
lo mismo que vendrá después. Busco refugio en las pequeñas cosas
que me rodean y sólo encuentro resignación en la monotonía que
también es sinónimo de seguridad. La vida sigue igual; ya no
recuerdo cuándo empece a estar de vuelta de las cosas o tal vez es
que fui tan poco que la ida se me confundió con el regreso. El
eterno retorno al lugar del que uno nunca llegó a marchrse.
Nunca me fascinaron los títeres. Nunca conseguí no ver a los
adultos que los manejaban, obvios detrás de las cortinas negras.
Aunque participaba del regocijo y las risas generales y avisaba, a
coro con los otros niños, a la mano disfrazada de príncipe de las
aviesas intenciones de la otra mano que fingía ser dragón u ogro
blandiendo su cachiporra, yo no le veía, en el fondo, demasiada
gracia a todo aquello. Simplemente me sentía bien al abrigo del
grupo. Feliz de ser uno más. Buscaba con el rabillo del ojo el
escepticismo cómplice de mis compañeros y no hallaba más que caras
entregadas incondicionalmente a la causa del príncipe en peligro.
Los domingos por la mañana suelo pasear por el parque del Retiro. En
los alrededores del estanque o en el Paseo de Carruajes nunca falta
un espectáculo de títeres con su pequeña audiencia improvisada de
niños sentados en el suelo y la muralla de adultos vigilantes. Han
pasado más de cuarenta años, los niños siguen embobados y yo sigo
sin verle el encanto al asunto, más allá del interés morboso que
me suscita la vida privada de los titiriteros, que suelen ser la
tópica pareja joven, sudamericana, heterosexual y bohemia que yo
imagino copulando artísticamente en la pensión o el piso compartido
intercambiando los roles de ogro y princesa según las inclinaciones
de cada cual.
Han pasado más de cuarenta años durante los cuales he podido
reflexionar a ratos sueltos (comprenderán que uno no puede estar
mirándose el ombligo constantemente) sobre esta predisposición al
escepticismo que ha determinado, a veces para bien y otras para mal,
el rumbo de mi vida. Escepticismo como distancia de seguridad que en
muchas ocasiones me ha impedido abrazar una causa o a una mujer como
debiera, siempre en guardia y atento a las miserias o, por qué no, a
las virtudes del titiritero oculto detrás del artículo de opinión,
la tragedia televisada o el esperpento de una sesión parlamentaria.
A menudo, y aunque no quiera, leo y escucho cosas que escriben o
dicen otros. En el nivel más tosco, esos otros me recomiendan que
acuda al cine o que me compre un coche, no porque verdaderamente
deseen compartir las bondades de la película u honestamente crean en
las soberbias prestaciones del vehículo sino porque en eso
precisamente consiste su oficio. Aunque en estos casos parezca
sencillo adivinar la mano aviesa del tititiritero mercenario oculta
bajo el señuelo, lo cierto es que sobre esas burdas mentiras cien
mil veces repetidas se erige el mundo tal y como lo entendemos hoy en
día: nuestros bancos nos quieren, conduce esto y serás feliz, nunca
habrás probado nada igual, ven y atrévete a disfrutar, el
acontecimiento del año... Niños viejos embobados delante de
títeres un poco -pero sólo un poco- más sofisticados.
La cosa se complica, claro, cuando no se trata ya de mentir por amor
al consumo sino de elegir el color y el tamaño de la verdad. Así,
una pequeña verdad multiplicada mil veces se convierte en una gran
verdad que, en el fondo, viene a ser lo mismo que una mentira
descomunal. O al revés: Verdades como puños jibarizadas,
ninguneadas al tamaño de un anuncio en la sección de contactos de
un periódico se vuelven intranscendentes, igual que una mentira
piadosa o el pecadillo confesado en un rincón de la sacristía.
En el mundo de los títeres, cosas que parecen ser verdad resultan
luego ser espejismos cuando no, directamente, falsedades: El otro día
sin ir más lejos un juez, para íntima (y perversa) satisfacción de
muchos apaleados por la crisis, entrulla (¡por fin!) a un banquero
que al parecer era culpable como el pecado de haber comprado a
sabiendas un banco quebrado. Días después, oh, sorpresa, sorpresa,
resulta que no, que el asunto del banco era agua pasada y archivada;
al igual que prescritos y finiquitados quedaron tiempo atrás los
delitos del presidente de una gran compañía telefónica y
amnistiados los cuatrocientos milloncetes que otro banquero tenía
guardados a buen recaudo en una cuenta de Suiza. También la hija de
un rey, cuyo reino no es de mi mundo, protagoniza un esperpento
mediático anáĺogo al del banquero, basado también en un guión
muy similar: el del delito que parece que es pero al final resulta no
ser: Triunfa el bien (como no puede ser de otra forma en un Estado de
Derecho con mayúsculas); el mal queda desterrado y el ministro y el
visir se disculpan públicamente a toda portada, por cierto, sin que
nadie se lo pida, lo que no deja de tener su gracia si pensamos en
tanto fiasco legislativo, tanta gestión execrable, tanta corrupción
probada. Tanta culpa sin disculpa.
Tragedias y comedias bufas se suceden una detrás de otra: Muchos son
los imputados, pero pocos los condenados y menos aún los
encarcelados. Otro final de traca en el gran teatro de monigotes: Los
niños viejos jalean o abuchean hoy al ogro impune, mañana al
príncipe ladrón y pasado al futbolista millonario, fielmente
abonados al espectáculo en los Telediarios y otros medios, como esas
viejitas que desde la grada jalean los mamporros de sus ídolos del
pressing catch, probablemente sabedoras de que es pura filfa
y, con todo, incapaces de sustraerse al embrujo seductor de una
hostia bien dada.
Panem et circenses para todos los premiados: España le mete
diez goles a Tahití, y uno se acuerda de Forges, empeñado desde un
rincón en sus viñetas en que los españoles no hiciéramos oídos
sordos a una tragedia de las de verdad, de esas tan feas y cutres que
campan por esos mundos de Dios: “pero no te olvides de Haití”;
y los españoles, me temo, recordaremos durante muchos años las
hazañas futboleras de nuestra selección en Haití, pero con T. Han
sido necesarios muchos años de esfuerzos y una ingente inversión de
recursos financieros y creativos hasta conseguir que diez goles
valgan más que todos esos muertos, horror y miseria que cada vez
ocupan menos espacio en las portadas de los medios. Muertos
sepultados -nunca mejor dicho- por el virtuosismo periodístico
aplicado al deporte, a los avances tecnológicos estériles y a la
opereta de los asuntos del corazón.
Manipuladores sublimes que levantan pasiones entre los niños viejos,
sí, pero qué desperdicio de talento, a mayor gloria de una realidad
cada vez más mezquina, embrutecida y monotemática en la que las
únicas apuestas seguras, el taquillazo fijo, el blockbuster
rompedor, son superproducciones noticiosas basadas en el sexo, el
dinero y el erotísmo del poder; al gusto de un colectivo de niños
viejos rendidos al arte del títere, así se caiga el mundo en
pedazos.
En fin, apreciados Lectores Improbables, cierro el telón por hoy y
les deseo buenas noches o buenos días según corresponda. Como es
costumbre en mí, regreso a mis escepticismos, mis soledades y mis
melancolías. Yo, a lo mío; ustedes, a lo suyo. Y todos a por uvas.
De postre, la música de otros; probablemente lo único que merezca
la pena del blog. Hagan doble click en el enlace, escuchen al hijo y,
los que tengan edad y/o fondo de armario musical, acuérdense del
padre: