27 de noviembre de 2012

Un gordo real o imaginario

Es hora de sincerarse con nuestras barrigas. Gordos y gordas del mundo civilizado, hagan el favor de desnudarse frente al espejo del cuarto de baño y déjense la ropa interior puesta para evitar distracciones innecesarias. Les concederé que la iluminación del water (cuando no está tuneada) no suele ser la más favorecedora; al contrario, entorpece cualquier intento de autojustificación corporal, devalúa los réditos del gimnasio y nos muestra en nuestra espléndida ordinariez de nalgas estriadas, ojeras, arrugas, lunares, vientre inflado y tetillas tristes. Vístanse o apaguen la luz, según, e intenten olvidar. Si se han visto no se acuerdan.


Dice Steven Pinker que la lectura de una novela proyecta al lector en la mente de otro y le permite vivir otras vidas. Me atrevo a añadir que la mirada del gordo real o imaginario traslada su cuerpo a través del papel couché y le permite colonizar, por ejemplo, el de David Beckham. Y hay que ver qué agustito que se está en el cuerpo de David Beckham.

Al Quijote se le fue la olla de tanto leer novelas de caballería; se proyectó más de la cuenta, que diría Steven Pinker; y el resto ya lo saben, queridos Lectores Improbables: confío en que, como yo, habrán leído al menos la versión infantil abreviada, tan socorrida para superar sin pena ni gloria los desafíos lectivos del Instituto. Hoy día el gordo real o imaginario lee poco pero mira mucho. Y cuanto más viaja a otros cuerpos gloriosos, más duro se hace el retorno al realismo sucio del espejo del cuarto de baño. Adoctrinado desde su más tierna infancia en el mito de las tres comidas diarias, la merienda, los tentempiés y el botellón de Cocacola fresquita en la puerta del refrigerador, el gordo real o imaginario, que tal vez no naciera para gordo, se hace gordo. Biológicamente ya lo ha dado todo; tiene los huevos negros y es capaz de transitar por la vida a velocidad de crucero sin suplementos alimenticios. Va sobrado de calorías que luego se le pudrirán camino del trabajo al volante de su primer coche de segunda mano y, en general, se le seguirán pudriendo imperceptiblemente mientras desgasta las neuronas frente a la pantalla del pecé desde el lunes hasta el viernes o mientras aniquila alienígenas en la videoconsola o embebe, uno tras otro, los Telediarios, las carreras y los encuentros de fútbol en esta o aquella cadena. El gordo real o imaginario se ha hecho mayor en un mundo en el que los tres Reyes Magos han abdicado en favor de una tríada de fuerzas más abstractas que representan el corolario moderno de anhelos que ocupan su razón y su corazón: Belleza, dinero y poder encarnan todo aquello que su reflejo en el cuarto de baño se empeña en negarle cada mañana de su vida adulta.

Pletórico de calorías infrautilizadas, sedentario y en un estado de deterioro que ya empieza a ser alarmante, el gordo real o imaginario se dedica a marear la perdiz y continua  proyectándose desde la poltrona del sofá en David Beckham, Cristiano Ronaldo o cualquier otro macho mediático. El gordo real o imaginario que cree que ya no cree en los Reyes Magos se apunta a un gimnasio, y un miércoles cualquiera empieza a consumir proteínas en polvo de un bidón de plástico que le han recomendado en una tienda de nutrición deportiva. Por la noche se acostará sin comer nada que le aproveche más allá de una loncha de pavo, un par de rebanadas de pan tostado industrial y una pieza de fruta. El miércoles siguiente, avalado por la experiencia que le proporciona una semana de entrenos y agujetas en el gimnasio, adoctrinará a sus compañeros de oficina sobre los beneficios de una dieta hipocalórica, a los que por supuesto ha renunciado el fin de semana (esto no lo comenta). Después, en el vestuario del gimnasio, ingerirá su empalagoso batido de proteínas y, de propina, dos barritas de muesli y una Cocacola cero. El gordo real o imaginario se masturbará esa noche con el estómago vacío de comida útil a la salud de alguna modelo de su devoción cuyos méritos genéticos -que no deportivos- le han otorgado un lugar de honor en las páginas centrales del Men's Health de ese mes.

Pasan las semanas y el peso de la báscula rivaliza con el tiempo del reloj como magnitud que da razón de la existencia rutinaria del gordo real o imaginario. Los kilos van y vienen de forma misteriosa. Cada cerveza, cada sauna, cada deposición computa en el debe o el haber de unas cuentas que nunca llegan a cuadrar delante del espejo acusador: La vida está llena de trampas y tapas, de cenas y sobremesas y de sábados por la noche en los que corre el alcohol. Los propósitos de enmienda del gordo real o imaginario pasan por un aumento del gasto en productos de farmacopea que han captado su atención durante los insomnios de Teletienda o en el escaparate de alguna parafarmacia que prometen resultados sin otro esfuerzo que el de deslizar la tarjeta de crédito por la raja del datáfono. Como es un hombre de criterio, descarta la dieta del sirope de arce porque le parece una mamarrachada y se decanta por el método que le promete ese cuerpazo que se merece sin pasar hambre.Porque puede hacer cinco comidas al día. ¡Cinco! Durante la próxima quincena, redoblará sus esfuerzos en el gimnasio y, a pie de taquilla, seguirá fiel al batido de proteínas, las barritas de muesli y la Cocacola cero. Y una manzana.

Aunque siga fallando fin de semana sí y al otro también, el gordo real o imaginario por lo menos ya no anda lampando los días laborables, aunque a veces pierda la cuenta de las comidas que hace. También se ha descargado un programa de control de calorías que ha instalado en su teléfono móvil. Los kilos llegan y se van mientras en su revistero se amontonan los ejemplares de Peso Perfecto que no tiene tiempo de leer. Una rotura fibrilar primero y un viaje de trabajo después le apartarán durante un tiempo del camino deportivo de virtud. Ya con la moral minada, seguirá haciendo las cinco comidas diarias aunque alguna de ellas sea de postre o café y chupito de hierbas. Sus comparecencias ante el espejo se limitan ahora a lo estrictamente necesario y las noticias de la báscula no resultan precisamente alentadoras. Decide sustituir la quinta comida por el batido de proteínas y la manzana, y traslada las barritas de muesli al desayuno junto con las tostadas, las dos piezas de fruta, el queso fresco, el jamón york y el café con leche desnatada. Lo cual tiene pleno sentido porque, aunque le queden cuatro, el desayuno es la comida más importante del día o, mejor dicho, del día en el que no comparte menú con los compañeros y si descontamos, claro está, algún que otro ágape dominical con sobremesa.

El retorno al gimnasio es un propósito de enmienda que aún tardará un par de semanas en materializarse porque el gordo, ahora un poco más real que imaginario, no está por la labor, no encuentra el momento. El sábado por la mañana temprano se va a correr al parque y a su regreso, desfallecido, decide reponer fuerzas con un copioso desayuno, que no es cuestión de jugarse la salud. Después, bajo el agua caliente de la ducha reconsidera la dieta del sirope de arce y decide que ese mismo lunes empezará a pasar hambre.

Llegados a este punto creo que es hora de abandonar a mi gordo imaginario a su suerte, a la espera de un lunes que permanecerá inédito sine die en los anales de este blog. La suya no es más que la historia de tantos gordos y gordas descontentos, cuando no indignados, consigo mismos al verse incapaces de alcanzar la belleza tantas veces prometida en un mundo en el que querer -eso dicen- es poder y el fracaso no existe salvo para los fracasados, que naturalmente son esos seres tristes, anodinos y dignos de compasión que viven atrapados para siempre en el espejo de un cuarto de baño cualquiera en una ciudad cualquiera.