Siguiendo órdenes, los dedos –mis dedos- acaban de enviar al blog un pequeño contingente de 1683 caracteres organizados en 278 palabras a su vez estructuradas en una clásica formación cuadrangular a la que, a falta de adjetivos o metáforas inspiradas, daremos en llamar “párrafo”.
A golpe, pues, de párrafo y teclazo se intenta poner cerco digital (en el doble sentido del término) a la fibra sensible de quienes observan y respiran, muy lejos, al otro lado de un monitor. Sé que es difícil socavar la resistencia pasiva de quien se limita a mirar y no lee, atrincherado en la convicción inconsciente, forjada con libros y papeles, de que sólo la letra impresa es capaz de conjurar la alquimia de los sentimientos.
O al menos así pensaba el dueño de estos dedos antes de ser acosado, cercado y derribado desde la interfaz de un procesador de textos. Después, todo cambió; hubo una gran convulsión interior y la vida ordenada, el futuro previsible y otros espejismos cómodos no fueron más. Pasaron veinte años y empecé a escribir este blog de derrota incierta pero segura. Derrota oscura que los dedos iluminan con haces de letras proyectadas más allá para ser devoradas de inmediato por más y más oscuridad circundante. Letras sin retorno ni tampoco horizonte. Letras que no tienen vuelta de hoja.