26 de agosto de 2024

BAMF!

 

En los albores de mi adolescencia, cuando el mundo aún era sencillo y las complicaciones que vendrían después no habían empezado a enredarlo todo irremediablemente, el tiempo de mi vida discurría confortablemente: un niño refugiado en cualquier rincón de su casa, devorando las montañas de cómics que su padre le compraba en el Rastro. Colecciones enteras de segunda mano protagonizadas por todos esos superhéroes que probablemente conformaron mis primeros estándares morales, mis primeras nociones maniqueas sobre el bien y el mal; de lo bello, encarnado en el canon de cuerpos armoniosos y licras de fantasía, y también de lo feo maligno, vil y antropomorfo. La precisión inequívoca de aquellos valores prístinos que el transcurso de los años se encargaría de emborronar hasta el abandono agusanado y polvoriento de ahora.

Hoy te escribo a propósito de esos superhéroes de mi preadolescencia porque en los desvelos de la noche pasada me dio por traer a la memoria al Rondador Nocturno, también conocido como Nightcrawler, y mezclarlo con todo el revoltijo de vivencias y recuerdos que me asaltaban a esas deshoras indefensas de la madrugada. El caleidoscopio cambiante de mi vida detenido hasta nueva orden en la frontera entre el sueño y la realidad.

El Nightcrawler pertenece a esa hornada de seres fantásticos de nueva generación que empezaban a evidenciar la quiebra de aquellos estándares morales impolutos de los superhéroes clásicos. En particular, el Rondador Nocturno vivía en un estado de crisis moral permanente exacerbada por su profunda religiosidad, que se manifestaba en el complejo de culpa cristiana entendida como castigo de un pecado original nunca cometido, pero del que el personaje era incapaz de evadirse, encarnado en los superpoderes de un engendro rechazado, temido, odiado y perseguido por el resto de la humanidad mainstream. En esencia, el rechazo hacia lo diferente era el umami que dotaba de atractivo y sabrosura especiales a las peripecias de los mutantes que integraban la Patrulla X (o los X-Men, como los llaman ahora). Obviamente, las razones que aquí expongo poco o nada tienen que ver con el disfrute que experimentaba yo en aquellos tiempos felices, cuando devoraba las historietas por entregas de los mutantes y sus archienemigos a la vuelta del colegio o durante los fines de semana.

Al hilo de lo que escribo, pienso que en muchas ocasiones (probablemente le suceda a todo el mundo), como el Rondador Nocturno, me he sentido como una especie de mutante anónimo, culpable de algo que no alcanzo a entender, pero sin aptitudes extraordinarias, más allá de la capacidad de adoptar decisiones sorprendentes y de encerrarme en mí mismo y sobrevivir durante los años que haga falta a la espera de unos mejores tiempos que parece que nunca llegan… Mis modestos superpoderes.

Volviendo al torturado Kurt Wagner, que ese era el nombre del Nightcrawler en la vida civil, y  efervescencias religiosas aparte, el personaje estaba dotado de una cola prensil rematada en punta y podía trepar por las paredes como una salamandra, ademas de poseer agilidad y fuerza sorprendentes, típicas de cualquier superhéroe del montón. El poder estelar del mutante estribaba en su capacidad de desvanecerse entre nubes de sulfuro para materializarse allá donde se propusiera, a veces a grandes distancias. ¡Bamf! era la onomatopeya perfecta que acompañaba a sus desapariciones estelares en las viñetas de aquellos cómics.



Pero aquello entrañaba un peligro mortal, y de ahí la intensa concentración que requería el control de esta habilidad extraordinaria. Como niño avispado, yo me imaginaba el desastre de materializarse entre bloques de cemento o el riesgo de morir asfixiado bajo toneladas de tierra o de aparecer suspendido en el aire, en lugar de sobre la azotea de algún edificio de Manhattan, o en la trayectoria de un rayo de poder o en las profundidades del océano. La supervivencia del Nightcrawler dependía, pues, del ejercicio quirúrgico de su poder. Cualquier error de cálculo podía resultar fatal para nuestro héroe.

Así, despierto en la oscuridad de una noche de agosto, me da por rememorar a aquel mutante atribulado y hacer metáfora de sus poderes en mi peripecia vital: mi capacidad de desaparecer de Madrid, del que había sido mi mundo de tantos años (bamf) materializándome de súbito en C de F, donde no me quedó más remedio que hibernar de nuevo para sobrevivir en un Mundo Cateto (bamf) y, algunos años después, retornar al mundo sensible desde un limbo anestesiado sin sustancia, oficio ni tampoco beneficio cuando te conocí (bamf)… 

Así que, a propósito de mi vida y del Nightcrawler, me dio por mirar la silueta del ventilador del techo y pensar en que tal vez hice un cálculo arriesgado, una torpe aparición, entre nubes de azufre, en tu vida y en la de tu hijo. Silencio aprensivo, cabeza hundida en la almohada, sábana arrugada en alguna esquina de la cama. Naturalmente, el desastre es y será siempre mi entera responsabilidad. En mi descargo, te diré que he utilizado ese humilde superpoder de la mejor manera que mi ser y mi temperamento me han permitido, pero en la confusión de anoche no pude evitar sentir la culpa del mutante, la crisis de fe de Kurt Wagner. La tristeza suicida de no volver a verte, de haberme materializado en el aire a doscientos metros del suelo, lejos de la azotea del edificio. El fracaso del hombre raro.

Ya es la mañana del día siguiente. Te escribo. Estoy vivo.






16 de enero de 2024

Exabrupto

    Si no lo digo, reviento. Esa sucinta, archiconocida y más que sobada exclamación describe con acierto un problema del hombre moderno que los poderes públicos, la izquierda Twitter y las minorías airadas, entre otros, se empeñan en parchear a golpe de albañilería social. En juego está la doma moral de un ciudadano occidental cada vez más dúctil, cada vez más reprimido y sin embargo igual de violento, cuando no más. De un tiempo a esta parte, el lenguaje se me asemeja a aquellos rebaños de vacas en las películas del Oeste, resignadas a los ataques de cuatreros sin escrúpulos. Rebaños de palabras expoliados por sicólogos vendeproblemas, farmacéuticas venderemedios para esos mismos problemas (que devienen reales por el birlibirloque del análisis sesudo), políticos demagogos interesados en impostar polémicas irrelevantes, moralistas woke erigidos en censores universales, minorías revanchistas, influencers y otros esclavos de la monetización clickbait. Todo ello consentido y blanqueado (limpia y da esplendor) por la Real Academia de la Lengua, que últimamente anda como pollo sin cabeza a la caza y captura de neologismos de relumbrón y otros fetos idiomáticos inviables que quedarán obsoletos al cabo de unos meses pero -qué demonios- hay que darle gusto a la chavalada. Arder en Twitter mola. Si no me creen, pregúntenle a Pérez-Reverte.

    Malos tiempos para el lenguaje. Se acabó eso de al pan, pan y al vino, vino. La regresión sociológica hacia una moral victoriana pletórica de eufemismos y circunloquios está de moda, al tiempo que el habla acelera artificial y vertiginosamente su natural proceso evolutivo a la par del marketing del pierda usted diez kilos en tres días, aprenda inglés en dos semanas o nalgas de acero con sólo cinco minutos al día. Así es que, de repente, nos descubrimos gordofóbicos, edadistas, transfóbicos o machirulos. O dicho de otra forma, seres moralmente reprobables necesitados de terapia conductual urgente. Los enanos ya no son enanos sino acondroplásicos, los disminuidos, personas con discapacidad, lo que amerita una reforma constitucional (¡viva la política de hondura!), los calvos, alopécicos (¿discapacidad capilar?), los negros, moros y gitanos de toda la vida son ahora subsaharianos, magrebíes y personas de etnia gitana. Síntomas inequívocos de la conquista social de chichinabo: pareciera que cada vez hay menos maricas chulos putas gordos flacos chepudos gangosos subnormales cojos ciegos viejos espásticos... Se vé que, al vestirse de seda, la mona se transforma en príncipe azul y que lo que no se menta no existe. Ni ha existido: Cuelgamuros. La guerra se parece cada vez más a un conflicto armado y a mí me parece muy bien, porque la desaparición de las guerras era una exigencia del progreso humano en un mundo ahora plagado de operaciones especiales. Vamos avanzando.

    Se delimita con rigor intelectual la frontera del improperio, de la ordinariez. El género neutro se traviste y ahora es masculino y, por tanto, sospechoso. Se crean guetos idiomáticos que no han de frecuentar los españoles de bien. Se proscribe el insulto, se criminaliza el piropo. Más pronto que tarde, nuestras iras y emociones más primitivas hallarán alivio discreto en los blasfematorios insonorizados, que diría Forges. Nos pudriremos a fuego lento en la salsa de la neolengua, y puede que algún día tanta insatisfacción reprimida, -la implosión sistemática de nuestros arrebatos- nos pase factura. Menos mal que ahí estarán los sicólogos y, si estos fallan, los siquiatras con su arsenal químico de última generación (siquiatría de precisión, lo llaman) para sulfatar nuestras podredumbres mentales, permitiendo nuestro reingreso a un mundo cabal de autoestimas, empatías y mindfulness.

    Si se me permite la expresión, váyanse todos a tomar por culo. Si no lo digo, reviento.