29 de marzo de 2015

Panfletos, brujos y burdeles


He sido y sigo siendo devoto seguidor de un cierto tipo de propaganda callejera. Me refiero al panfleto de reducidas dimensiones que imagino replicado al por mayor en la oscuridad polvorienta de una imprenta clandestina, tecnológicamente más afín al ciclostilo del siglo pasado que al prospecto satinado de los restaurantes de comida basura que nos ofertan la caca de colores del siglo veintiuno.

Todo empezó con las hojitas que repartían hombres de piel oscura, africanos de patera, a la salida de la boca del Metro de Nuevos Ministerios. En ellas, un gran mago, vidente o profesor de nombre exótico nos ofrecía en formato rústico y tipografía desvaída la solución a un rosario de problemas y contrariedades: recuperar la pareja, detienedivorcios (sic) atraer a personas queridas, predicciones, problemas con la justicia, mal de ojo, impotencia sexual, florecimientos (también sic) para su empresa y negocios, amarres a distancia y demás tribulaciones a la medida del parado sin estudios ni dinero para recurrir a un abogado o un psicólogo, que es la opción habitual de los mortales de clase media con nómina a fin de mes.

Afirmaban los hechiceros ilustres que en todos los casos el resultado estaba garantizado al cien por cien en el improrrogable plazo de tres días y facilitaban un teléfono de contacto a pie de panfleto. Lo cierto es que me entretenía en leer los papeluchos de camino al trabajo o, mejor dicho, compararlos en busca de la diferencia: nuevos e imaginativos problemas no enumerados en los panfletos anteriores, grandes, ilustres y (e)videntes errores ortográficos africanos y, sobre todo, los nombres: Profesor Bafode, Profesor Kanllura, Profesor Souleymane, Profesor Mara, Maestro Casama, Profesor Touré y un vasto plantel de brujos titulados. Solía tirar el panfletillo a la papelera más cercana, hasta que una vez, probablemente al no hallar una papelera a mano, opté por introducirlo en el interior del libro que aquel día me acompañaba en el trayecto suburbano. Y ahí fue que empecé a guardarlos de forma dispersa y sin ningún orden: no se trata de coleccionismo en sentido estricto. Hoy, un número indeterminado de ellos yace sepultado en las entrañas de los libros que decoran las estanterías de mi casa.

Con el paso del tiempo, este tipo de propaganda esotérica de andar por casa empezó a vivir horas bajas o tal vez el libro electrónico -actualmente mi modo de lectura habitual- ya no se presta a albergar más hojitas en su interior desalmado. De todas formas, últimamente es raro que me ofrezcan alguna, y si la guardo en el bolsillo de la camisa lo más normal es que acabe olvidada y hecha pulpa en el tendedero de la ropa. Supongo que todos esos ilustres profesores y maestros remendones de nuestras cuitas más prosaicas habrán encontrado un nicho de negocio más rentable en la venta de complementos de moda apócrifos -y bien feos, por cierto- que son objeto del deseo de una sociedad en plena crisis económica y de valores.

Atrás quedó, pues, la época de los brujos visionarios, al tiempo que dejaron de multiplicarse los libros de papel en los anaqueles del salón de mi casa hipotecada. Sin embargo, mi debilidad por los panfletos de guerrilla quedó latente hasta una mejor ocasión que no ha tardado en llegar. A diferencia de lo que ocurría con las hojitas de los curanderos, éstas se materializan como por ensalmo atrapadas bajo los limpiaparabrisas o incrustadas en las ventanillas de los coches y nos ofertan sexo a precios muy competitivos, si tenemos en cuenta que por lo que cobra un fisioterapeuta de barrio puedes echar uno o dos polvos (según el atasco de cada cual) y tomarte además una copa. Aclarar aquí que conozco de primera mano las tarifas de un fisioterapeuta de barrio. Me pregunto si follar tan barato resultará rentable desde una perspectiva estrictamente empresarial o si simplemente se trata de un complemento salarial opaco con el que ciertas señoras maduras e independientes rebasan el fin de mes.

A pesar de tratarse de un negocio al margen de las zarpas recaudadoras de Cristóbal Montoro, en especial, e ilegal en general, algunos panfletos muestran una paradójica deferencia hacia la juventud inocente con una leyenda a pie de foto que reza “mayores de 18 años”, como en las máquinas de tabaco de los bares, aunque el cartel disuasorio “tú no debes comprar yo no puedo vender” admitiría una variante similar a “tú no puedes pagar, yo no te dejo follar”. La vida del graduado escolar y sus colegas es dura.

Las fotografías están cortadas por el mismo patrón: Blanco y negro de escasa resolución, rostro pixelado, lencería picarona, semidesnudos improvisados y poco imaginativos. Putas de saldo para hombres cutres que también tienen derecho a su pretty woman: La Cubana de los Últimos Días utiliza estrategias de marketing poco sofisticadas pero contundentes: “Tu buen polvo 20€”. Hay una Andaluza en Apuros y también una española supercompleta que por setenta euros (incluido taxi) debe de hacer todo tipo de guarrerías patrias a domicilio. Las nuevas amiguitas independientes piden y dan discreción (léase secreto profesional) y practican el francés natural hasta el final (léase felación a pelo). Mención aparte merece el culturista-masajista que desde un torso musculado sin cabeza (quiero decir que la cabeza del fornido queda cortada fuera del encuadre) ofrece sus servicios -sin especificar; probablemente algo prosaico con mucha vaselina- y advierte en letra mayúscula que no responde a SMSs anónimos ni a números ocultos, en la que yo percibo una amarga intrahistoria de chufla y escarnio telefónico.

Algunas ofertas, además de las prestaciones carnales de rigor, incluyen el piso propio a modo de valor añadido; lo que seguramente valorará y agradecerá el cliente más tradicional que busca desahogo entre las piernas de un putón hogareño. Supongo que en estos malos tiempos que corren el domicilio en propiedad conjura también el fantasma de un desahucio judicial inoportuno (léase en plena cosa).

Aunque todavía no ha invadido los buzones comunitarios, este fenómeno panfletario está ganando fuerza con el paso de los meses. El oficio más antiguo le roba terreno los que tradicionalmente habían venido sirviéndose de este tipo de propaganda. Cerrajeros, pintores y restaurantes chinos a domicilio viven sus horas más bajas, anegados por la marea creciente de freelancers del amor. Donde antes le pintaban el piso o le reformaban la cocina, ahora una legión de emprendedor@s sin página web ni Twitter que los parió le procuran una ñapa sexual sin IVA, pero con copa. No es de extrañar que en el extranjero odien a los españoles, porque somos sin duda un país en el que sobra vicio y, también -aunque sospecho que en menor medida- talento. Envidiosos.



Hoy, una canción de puticlub, porque la entrada lo merece.