13 de julio de 2014

La Del Oro


Una multinacional tiene dos ritmos de trabajo bien diferenciados. Por un lado, el horario caótico y mercenario de los profesionales enfangados con hitos, reuniones,deadlines y marrones análogos impuestos por la dictadura de un cliente que donde paga, caga. No existe franja horaria que no haya sido desflorada por un equipo de trabajo en el altar de alguna transacción morrocotuda. Por otra parte, tenemos el horario sindicalmente preciso de secretarias y otros administrativos del montón, devotos a la fuerza del Convenio colectivo de oficinas y despachos, que marca el comienzo teórico de una jornada laboral improductiva desde las nueve de la mañana hasta una o dos horas después, cuando empieza a reincorporarse a sus despachos y praderas compartimentadas el contingente trasnochado de mandos intermedios con sus Blackberries en ristre, dispuestos a darlo todo un día más.

Quisiera situarles en esa franja de tiempo de nadie, tiempo laborable absolutamente improductivo, durante el cual un nutrido plantel de secretarias ociosas transita por Internet, chatea con sus compañeras de oficina, intercambia emoticonos, planifica sus compras del medio día en El Corte Inglés, habla de nada en especial (gratis) con sus familiares (generalmente la madre), cultiva sus amistades en el Whatsapp o, simplemente, vegeta en el puesto de trabajo.
 
Entre tanto, una marea invisible de correos electrónicos va anegando los servidores de la multinacional. Tarde o temprano llegará la hora de empezar a deglutir marrones y ganarse el pan de la jornada pero, por el momento, la situación es exactamente la que les describo en el párrafo anterior, lo que manifiesto aún a sabiendas del riesgo de perder alguna Lectora Improbable especialmente susceptible a los estereotipos o negacionista de las convenciones de género.

Cada mañana, digo, la escena se repite sin demasiadas variaciones en el guión: Los unos cazan moscas mientras los otros compensan las deshoras trabajadas con premeditada y rutinaria impuntualidad.

En días señalados, sin embargo, esa rutina que les acabo de describir da un vuelco extraño. La cosa sucede tal que así: Como cada mañana, la troupe de secretarias arriba religiosamente a su hora, arranca sus ordenadores y guarda su parafernalia personal (que incluye, entre otros, revistas, paraguas, tupperwares, neceseres, bolsos, bolsas auxiliares con el logotipo de Harrods, bestsellers, tickets-restaurante, par de zapatos alternativo y, por supuesto, el ejemplar gratuito del 20 Minutos) en armarios-zulo merecedores de una entrada aparte en este blog. Al cabo de unos minutos, de forma gradual, las secretarias comienzan a abandonar subrepticiamente sus puestos de trabajo hasta desaparecer por completo. A las nueve y veinte de la mañana la moqueta muda y los fluorescentes componen una desazonadora estampa de abandono profesional que acentúa el zumbido omnipresente de la climatización. La oficina queda inerte, los teléfonos astutamente desviados a centralita: Ha venido La Del Oro.

La cosa tiene tintes de ficción y, también, ancestrales y costumbristas. De ficción porque tenemos a una señora que ha sorteado los controles de acceso al edificio inteligente portando un maletín repleto de joyerío variado y libre de impuestos. Ancestrales y costumbristas, porque el negocio se va a transar en un espacio típicamente vedado al hombre; en el aseo de mujeres -donde no entra ni Felipe VI- y porque lo que probablemente allí tenga lugar será el enésimo remake de un ritual escenificado por ciertas mujeres a lo largo y ancho de la historia de la civilización; esta vez en la versión española del siglo veintiuno; costumbrismo de probador: ayyy, Mariiii, te queda genial, que retrata el pavoneo ancestral de nuestras hembras patrias ataviadas con un muestrario de sortijas, pendientes, esclavas y cadenitas que La Del Oro porta en su maletín. Puedo imaginar a las confabuladas absentistas encantadas de haberse conocido al calor del oro relumbrón, mientras se contemplan frente a un espejo mural junto a una fila de lavabos idénticos, en un espacio funcional y puntualmente desinfectado en el que por supuesto no quedará rastro del tufo rancio de la ceremonia una vez hayan cerrado tratos con la fenicia del maletín que, se comenta, lleva un registro manuscrito de los cobros aplazados de sus clientas de confianza, al margen de las transacciones electrónicas y, presumo, de ciertos afanes recaudatorios que no vienen al caso.

Las puertas automáticas del ascensor de la planta se cierran suavemente y el rastro de La Del Oro y su maletín pronto se confundirá, uno más entre el de tantos otros que abandonan el edificio para hacer sus gestiones, a la caza de clientes o, simplemente, a fumarse un pitillo en lo que viene a ser el contexto general de un día más de trabajo; la ida y vuelta de los negocios en el distrito financiero. Las secretarias se reincorporan discretamente a sus puestos de trabajo, algunas luciendo satisfechas el botín recién adquirido, mientras que otras lo reservan para una boda u otra mejor ocasión. Desbloquean sus portátiles, anulan los desvíos y se ensimisman en la lectura del correo electrónico entrante. La oficina recupera el pulso rutinario y estresado que caracteriza el comienzo de un día laborable cualquiera y, lógicamente, que marca el final de la entrada que aquí les dejo.


Esta canción me produce, ante todo, deseos de bailar. Colateralmente diré que me gusta, aunque sospecho que esto último es un mero efecto secundario, algo así como la somnolencia del paracetamol: