23 de junio de 2013

Títeres

Y uno ya no sabe por dónde empezar, pero tiene la certeza de que todo lo que comienza acaba terminando. Se marchó el invierno por donde vino; tuvimos sus más y sus menos con las aguas que cayeron del cielo y como cada año resucitó la gotera del techo del salón en forma de mancha parduzca que no me sugiere nada en particular; si acaso mi propia desidia. Pasó febrero y dejó un rastro de muertos que ya no pudieron ver la primavera ni el verano, ni tampoco más de lo mismo que vendrá después. Busco refugio en las pequeñas cosas que me rodean y sólo encuentro resignación en la monotonía que también es sinónimo de seguridad. La vida sigue igual; ya no recuerdo cuándo empece a estar de vuelta de las cosas o tal vez es que fui tan poco que la ida se me confundió con el regreso. El eterno retorno al lugar del que uno nunca llegó a marchrse.

Nunca me fascinaron los títeres. Nunca conseguí no ver a los adultos que los manejaban, obvios detrás de las cortinas negras. Aunque participaba del regocijo y las risas generales y avisaba, a coro con los otros niños, a la mano disfrazada de príncipe de las aviesas intenciones de la otra mano que fingía ser dragón u ogro blandiendo su cachiporra, yo no le veía, en el fondo, demasiada gracia a todo aquello. Simplemente me sentía bien al abrigo del grupo. Feliz de ser uno más. Buscaba con el rabillo del ojo el escepticismo cómplice de mis compañeros y no hallaba más que caras entregadas incondicionalmente a la causa del príncipe en peligro.

Los domingos por la mañana suelo pasear por el parque del Retiro. En los alrededores del estanque o en el Paseo de Carruajes nunca falta un espectáculo de títeres con su pequeña audiencia improvisada de niños sentados en el suelo y la muralla de adultos vigilantes. Han pasado más de cuarenta años, los niños siguen embobados y yo sigo sin verle el encanto al asunto, más allá del interés morboso que me suscita la vida privada de los titiriteros, que suelen ser la tópica pareja joven, sudamericana, heterosexual y bohemia que yo imagino copulando artísticamente en la pensión o el piso compartido intercambiando los roles de ogro y princesa según las inclinaciones de cada cual.

Han pasado más de cuarenta años durante los cuales he podido reflexionar a ratos sueltos (comprenderán que uno no puede estar mirándose el ombligo constantemente) sobre esta predisposición al escepticismo que ha determinado, a veces para bien y otras para mal, el rumbo de mi vida. Escepticismo como distancia de seguridad que en muchas ocasiones me ha impedido abrazar una causa o a una mujer como debiera, siempre en guardia y atento a las miserias o, por qué no, a las virtudes del titiritero oculto detrás del artículo de opinión, la tragedia televisada o el esperpento de una sesión parlamentaria.

A menudo, y aunque no quiera, leo y escucho cosas que escriben o dicen otros. En el nivel más tosco, esos otros me recomiendan que acuda al cine o que me compre un coche, no porque verdaderamente deseen compartir las bondades de la película u honestamente crean en las soberbias prestaciones del vehículo sino porque en eso precisamente consiste su oficio. Aunque en estos casos parezca sencillo adivinar la mano aviesa del tititiritero mercenario oculta bajo el señuelo, lo cierto es que sobre esas burdas mentiras cien mil veces repetidas se erige el mundo tal y como lo entendemos hoy en día: nuestros bancos nos quieren, conduce esto y serás feliz, nunca habrás probado nada igual, ven y atrévete a disfrutar, el acontecimiento del año... Niños viejos embobados delante de títeres un poco -pero sólo un poco- más sofisticados.

La cosa se complica, claro, cuando no se trata ya de mentir por amor al consumo sino de elegir el color y el tamaño de la verdad. Así, una pequeña verdad multiplicada mil veces se convierte en una gran verdad que, en el fondo, viene a ser lo mismo que una mentira descomunal. O al revés: Verdades como puños jibarizadas, ninguneadas al tamaño de un anuncio en la sección de contactos de un periódico se vuelven intranscendentes, igual que una mentira piadosa o el pecadillo confesado en un rincón de la sacristía.

En el mundo de los títeres, cosas que parecen ser verdad resultan luego ser espejismos cuando no, directamente, falsedades: El otro día sin ir más lejos un juez, para íntima (y perversa) satisfacción de muchos apaleados por la crisis, entrulla (¡por fin!) a un banquero que al parecer era culpable como el pecado de haber comprado a sabiendas un banco quebrado. Días después, oh, sorpresa, sorpresa, resulta que no, que el asunto del banco era agua pasada y archivada; al igual que prescritos y finiquitados quedaron tiempo atrás los delitos del presidente de una gran compañía telefónica y amnistiados los cuatrocientos milloncetes que otro banquero tenía guardados a buen recaudo en una cuenta de Suiza. También la hija de un rey, cuyo reino no es de mi mundo, protagoniza un esperpento mediático anáĺogo al del banquero, basado también en un guión muy similar: el del delito que parece que es pero al final resulta no ser: Triunfa el bien (como no puede ser de otra forma en un Estado de Derecho con mayúsculas); el mal queda desterrado y el ministro y el visir se disculpan públicamente a toda portada, por cierto, sin que nadie se lo pida, lo que no deja de tener su gracia si pensamos en tanto fiasco legislativo, tanta gestión execrable, tanta corrupción probada. Tanta culpa sin disculpa.

Tragedias y comedias bufas se suceden una detrás de otra: Muchos son los imputados, pero pocos los condenados y menos aún los encarcelados. Otro final de traca en el gran teatro de monigotes: Los niños viejos jalean o abuchean hoy al ogro impune, mañana al príncipe ladrón y pasado al futbolista millonario, fielmente abonados al espectáculo en los Telediarios y otros medios, como esas viejitas que desde la grada jalean los mamporros de sus ídolos del pressing catch, probablemente sabedoras de que es pura filfa y, con todo, incapaces de sustraerse al embrujo seductor de una hostia bien dada.

Panem et circenses para todos los premiados: España le mete diez goles a Tahití, y uno se acuerda de Forges, empeñado desde un rincón en sus viñetas en que los españoles no hiciéramos oídos sordos a una tragedia de las de verdad, de esas tan feas y cutres que campan por esos mundos de Dios: “pero no te olvides de Haití”; y los españoles, me temo, recordaremos durante muchos años las hazañas futboleras de nuestra selección en Haití, pero con T. Han sido necesarios muchos años de esfuerzos y una ingente inversión de recursos financieros y creativos hasta conseguir que diez goles valgan más que todos esos muertos, horror y miseria que cada vez ocupan menos espacio en las portadas de los medios. Muertos sepultados -nunca mejor dicho- por el virtuosismo periodístico aplicado al deporte, a los avances tecnológicos estériles y a la opereta de los asuntos del corazón.

Manipuladores sublimes que levantan pasiones entre los niños viejos, sí, pero qué desperdicio de talento, a mayor gloria de una realidad cada vez más mezquina, embrutecida y monotemática en la que las únicas apuestas seguras, el taquillazo fijo, el blockbuster rompedor, son superproducciones noticiosas basadas en el sexo, el dinero y el erotísmo del poder; al gusto de un colectivo de niños viejos rendidos al arte del títere, así se caiga el mundo en pedazos.

En fin, apreciados Lectores Improbables, cierro el telón por hoy y les deseo buenas noches o buenos días según corresponda. Como es costumbre en mí, regreso a mis escepticismos, mis soledades y mis melancolías. Yo, a lo mío; ustedes, a lo suyo. Y todos a por uvas.

De postre, la música de otros; probablemente lo único que merezca la pena del blog. Hagan doble click en el enlace, escuchen al hijo y, los que tengan edad y/o fondo de armario musical, acuérdense del padre: