23 de octubre de 2012

Bicicleta


Un sábado de hace tres o cuatro años alquilé una bicicleta por horas en una tienda de los alrededores del parque del Retiro. Vivir solo y sin televisión a veces tiene sus inconvenientes; y entre ellos está el que uno tiene que inventarse quehaceres para rellenar con estopa los tiempos muertos del fin de semana en el noble intento de construirse una vida personal digna, aunque sea una vida personal disecada. Cuando el placer de leer se vuelve tostón, desasosiego y culo requemado en el sillón favorito y se ha superado con creces el cupo de tareas domésticas admisibles, llega ese momento en el que a uno no le queda más remedio que echarse a la calle a lo que salga. Y lo que salió fue alquilarse una bicicleta, y como una cosa lleva a la otra los pedales me llevaron desde el Retiro hasta las inmediaciones de la Torre Blanca, mi lugar de trabajo, la cuna de mis ingresos y también, probablemente, la tumba de mi vida laboral. Eso era lo que debía haber yo reflexionado allí y entonces si hubiera estado escribiendo un blog en lugar de medir mis fuerzas, pero en realidad lo que hice fue no pensar nada en especial y regresar hasta el portal de mi casa y de ahí hasta la tienda de bicicletas otra vez, procurando sudar lo justo, una hora y diez minutos después. Por abreviar, les diré que una vez en posesión de una razón para vivir (y que conste que no es infrecuente vivir sin razones especiales para ello) el domingo transcurrió en la paz relativa del lobo estepario y el lunes por la tarde me gasté ciento diez Euros en una bicicleta híbrida que me robaron vilmente al viernes siguiente y que volví a comprar en la misma tienda unas horas después del suceso, esta vez por ciento treinta Euros. Los veinte extras me los gasté en un buen candado, uno de combinación que a fecha de hoy aún conservo y encripto cada día entre las ruedas de esa misma bicicleta que, por si les interesa (seguro que no, pero bueno), es una Conor Atlantic, vintage 2007; un pedazo de hierro polvoriento, correoso y familiar, entrañable en su simplicidad grasienta de piñones y frenos permanentemente estrábicos que ocupa ya un merecido lugar entre mis objetos de culto. A lo mejor les suena extraño, pero mientras escribo esto me invade una sensación como de nostalgia anticipada por su pérdida. Propendo al drama.

Así que de lunes a viernes voy y regreso del trabajo a lomos de una bicicleta. No llevo casco y voy ataviado con la indumentaria de brega corporativa: pantalones, camisa y los zapatos de vestir. Y la corbata, claro. La corbata me la dejo puesta en invierno, porque aunque parezca mentira algo abriga (la única utilidad que le he encontrado, hoy por hoy). Por estas fechas acostumbro a guardarla con el nudo hecho en las entrañas malolientes de la bolsa de deportes. Recuerdo que al principio ponía especial esmero en recogerme el bajo de los pantalones con unos clips hasta que me percaté de que las manchas de grasa y el gris marengo se mimetizan a la perfección y desde entonces no me preocupo, como tampoco le otorgo mayor importancia a los sudores y sofocos que van de suyo al cabo de rodar casi siete kilómetros por las calles al filo de las nueve de la madrugada. Cada mañana el cuerpo mío va duchado de serie, el sudor es volátil y, suponen bien queridos Improbables,  no soy yo precisamente un dandi.

No hace falta ser una lumbrera para percatarse de que Madrid no es ciudad para bicicletas. Si uno no desea acabar apabullado -cuando no ahogarse- en el torrente de coches que inunda las arterias principales de esta ciudad a cualquier hora es mejor buscarse la vida por las aceras y las calles asequibles, de esas que son de una sola dirección, y por las que los conductores estresados no tienen más elección que chupar farolillo rojo o pasar por encima de tu cadáver. En esas calles el ciclista no es más que otro de tantos incordios que jalonan la vida urbana junto con los semáforos, los camiones de mudanzas, los pasos de cebra, las señoras aparcando o los servicios municipales de limpieza mantenimiento. Somos lo que somos y las cosas son lo que son y quien no entienda eso mejor se vaya a vivir al campo. Un utilitario de andar por casa pesa alrededor de una tonelada y esa tonelada es capaz de desplazarse a gran velocidad por vías diseñadas a su imagen y semejanza; creadas precisamente para facilitar y potenciar sus asombrosas posibilidades mecánicas. Miro en Internet y hay en Madrid, al parecer, unos dos millones de coches; dos millones de toneladas, ciento ochenta millones de caballos omnipotentes galopando por praderas de asfalto planificado que son suyas de hecho y por derecho. Mi bicicleta y yo apenas sumamos setenta y cinco kilos. No soy tan rápido ni tan fuerte ni tan potente ni tan caro, pero sí en cambio liviano, versátil, molón y minoritario. Afortunadamente, ni las leyes administrativas ni la maquinaria burocrática municipal han hecho aún mella en este mundo maravillosamente anárquico y  marginal por el que rueda el pedaleante urbano. De momento, la simbiosis con la todopoderosa masa del parque móvil sucede de forma natural y la tutela perversa de los poderes públicos, siempre empeñada en salvar al ciudadano tonto e indefenso de sí mismo, aún no ha terciado en el asunto, aunque empiezan a soplar malos vientos: Las asociaciones de ciclistas, supongo que convenientemente auspiciadas y alentadas por los empresarios del ramo, demandan carriles excluyentes, privativos para el uso de bicicleta enarbolando argumentos-comodín, de esos que igual valen para un roto como para un descosido: ecología, victimismo social de las minorías, salud cardiovascular o buenrollismo bohemio y global. Si se fijan, son consignas que lo mismo sirven para demandar libertad sexual y plátanos para todos. El caso es que de vez en cuando le da al colectivo ciclista por colapsar festivamente el tráfico rodado del Paseo de la Castellana y yo no puedo evitar pensar en las grandes urbes chinas y esas masas proletarias de toda edad y condición que pedalean cansina y resignadamente camino de la fábrica, la tienda o la oficina. El otro día leí en un periódico que el kilómetro de carril-bici cotiza a ciento setenta mil Euros. En los escaparates de las tiendas especializadas se ofrecen a la venta con toda naturalidad ejemplares ultraligeros por cuatro mil o más Euros. Las grandes superficies no escatiman metros cuadrados cuando se trata de ofertar bicicletas y complementos afines. Los medios de prensa económica especulan sobre la eclosión ciclista y la crisis del carburante  y, de paso, aprovechan para exhibir modelos y precios en precario y sospechoso equilibrio entre la información periodística y la publicidad encubierta. Los recintos  feriales ofrecen sus pabellones a mayor gloria de la bicicleta a seis Euros la visita. Las bicicletas son, en definitiva, trending topic, y precisamente por ello una mina de dinero, dinero y más dinero.

La unión hace la fuerza bruta. El ciclista solitario se vuelve pelotón y clama por el reconocimiento oficial de su derecho a circular por la ciudad igual que las parejas de hecho optan por formalizar su unión ante la ley que después les exigirá sangre, sudor y lágrimas a la hora de divorciarse. Creo que ya lo he dicho antes: Madrid no está preparado para las bicicletas y esto es algo que no va cambiar porque se otorgue una Carta Fundamental de Derechos del Ciclista. Con o sin carta de derechos, seguiremos teniendo que buscarnos la vida, pactando con conductores y peatones, aprovechando los retales de asfalto que nos quedan allí donde los neumáticos no llegan.

El ciclista como sujeto de obligaciones sancionables es una perita en dulce que pide a gritos rentabilizar el pelotón en aras del bienestar social y, sobre todo, de las arcas del Ayuntamiento, tan menguadas en estos últimos tiempos. Hace ahora algunos años fui a Londres y recuerdo que, aparte de representar la obligada comedia del turista (pues qué otro sentido tiene hoy el tiempo libre si no es gastarlo en comprar y mirar lo que te digan), tuve la ocasión de percatarme de que las ordenanzas municipales de la City prohibían candar la bicicleta en farolas, vallas y demás mobiliario urbano so pena de confiscación y multa. Reflexioné con una cierta desazón que esa norma no debía de ser más que la punta del iceberg de un corpus punitivo que seguramente sería moneda común de todas las sociedades sensatas y civilizadas en las que el pedaleo ha dejado de ser ejercicio de libertad individual para convertirse en responsabilidad colectiva.

Permítanme visualizar un futuro imperfecto a tono con el gris cenizo de este blog: El pelotón pedirá carril-bici, se manifestará una y otra vez, organizará fiestas y concentraciones y, por fin, tal vez aprovechando el atropello y muerte de algún mártir de la causa en época electoral le será concedido, si bien convenientemente envuelto en ordenanzas municipales que harán obligatorio portar casco y uniforme reflectante, quedará prohibido circular por las aceras, se gravará con un canon el precio de compra de las bicicletas a cuenta del uso u amortización del carril y, por supuesto un pack  punitivo-recaudatorio que, entre otros, sancionará sin miramientos a los ciclistas que rebasen la cicatera tasa de alcohol en sangre permitida por las autoridades, cosa esta última que me va a joder  especialmente, ahora que había descubierto las ventajas de salir a tomar copas y otras cosas por el centro de Madrid y orear la curda de regreso al fresco de la madrugada, pian piano, disipando malos vapores a lomos de la bicicleta. Qué agradable que es llegar a casa, ovillarse debajo del edredón y dejarse vencer por el sueño, ebrio y tonificado (no Gin-Tonificado) a partes iguales. Perdonen la digresión, pero es que cada  vez escribo peor; entre otras razones porque el tiempo precioso que antes solía dedicar a mis incómodas lecturas en los vagones del Metro camino del trabajo ahora lo empleo en quemarme los muslos un día sí y otro también. ¡Mis piernas de acero pedalean incansables en una suerte de involución diabólica hacia el analfabetismo funcional!

Distopías aparte, les confesaré que no puedo evitar sentirme un poco fuera de lugar cuando circulo por una de esas pistas de la Señorita Pepis que el Ayuntamiento ha construido en las zonas verdes, cuya única utilidad parece ser el garbeo desde un parque hasta el parque siguiente los fines de semana que hace bueno. Ruedo en paralelo con familias que pedalean unidas y también peatones que se obstinan en sacarle partido al carril como área de paseo alternativa, con o sin el perro cagón. De vez en cuando me veo violentamente rebasado por oficinistas que pedalean embutidos en mallas de colores como superhéroes fondones que hacen promoción gratuita de bebidas refrescantes, corporaciones bancarias, publicaciones deportivas y otros engendros hipertrofiados del capitalismo salvaje. Equipados con cantimploras, pulsómetros y cascos como de garrapata futurista apabullan a los niños en sus triciclos con ruedines y también a mujeres que montan en bicicletas rosas. Los superhéroes fondones y sudorosos circulan por las pistas de juguete y lucen piernas inquietantemente depiladas.

Bien pensado, esos carriles no van a ninguna parte. Para eso -para ir a los sitios, quiero decir- ya están puestas las calles de toda la vida, que cumplen esa misión con creces y que son las que hay que conquistar a golpe de pedal, finta y frenazo si es que uno quiere realmente desplazarse por Madrid con fines prácticos en lugar de hacer el ganso.

A veces me pregunto por qué lo hago; por qué pedaleo y sacrifico preciosos minutos de lectura diaria; qué gano a mi edad reventándome las piernas cada mañana para volver a dar baqueta al cuerpo más tarde en los salones sudados de uno de esos gimnasios para ejecutivos de medio pelo que proliferan por la zona de los Nuevos Ministerios. Al cabo de la semana laboral, de regreso a casa los viernes por la tarde, no soy más que materia orgánica desechable, y les aseguro que a estas alturas de mi vida la siesta ya no basta para recuperar la condición humana... Escribía al comienzo de esta entrada que el origen de todo esto no fueron más que razones improvisadas para vivir durante el tiempo muerto de un fin de semana y debo añadir que aquel experimento acabó cuajando en hábito rutinario. Mentiría si les dijera que doy pedales por no contaminar o por ahorrar los cincuenta Eurazos del abono de transportes o por la gloria bohemia o en aras del sueño neoyorkino. No. En realidad pienso que el hábito hace al tonto, le ofrece una excusa para vivir sin pensar demasiado... Estimados Lectores Improbables, me acojo al derecho constitucional de no seguir escribiendo contra mí mismo porque me temo que, si no lo ha hecho ya, cualquier argumento o justificación no hará sino poner de manifiesto el poco seso de esta cabeza, capaz de abonarse fielmente a cualquier rutina. Incluso a este triste Blog.



Hacía tiempo que nadie me llamaba Zooey. Zooey fui, aunque haya perdido todas mis cuentas de correo con ese apodo. Rebusco en el baúl de los recuerdos y encuentro algo en la Despensa de Merlín:


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¿Tú qué me dirías?

¿Qué me dirías
si me vieras sólo pierna y media?

Si me tuvieras enfrente
y mirándote a los ojos.

Tú, sentado en ese banco
y yo en el de enfrente.

Tú, con veinte dedos.
Yo con quince.

A tí, doliéndote un pie.
A mí, el pie.

Tú, ¿qué me dirías?


--------º----------