16 de junio de 2012

Diego


Diego corre detrás de un balón por la playa vacía de turistas. El cielo encapotado de finales de febrero derrama una luminosidad grisácea que confiere a las cosas un aspecto desgastado y rutinario, lejos del mundo policromado de los catálogos turísticos. Su madre, sentada a horcajadas en el murete que deslinda la playa del paseo marítimo consulta a ratos la pantalla del teléfono móvil. A sus pies descansa una mochila de colores estampada con superhéroes que posan en actitudes diversas de combate.

- Diego, la gorra... ¡Diego!... ¡La gorra!

Diego ha recogido el balón y se acerca hasta el murete con paso vacilante, hundiendo con desgana las zapatillas de deporte en la arena.

- Mamá, podemos quedarnos más rato. Luego va a venir el primo.

- Diego, recoge la gorra y vámonos.

Se voltea. La gorra abandonada reclama su atención treinta metros más allá, cerca del agua. Diego calcula, mira a su madre y sonríe.

- ¡Vale!

Echa a rodar el balón y emprende una carrera alocada hacia el mar. Mónica está a punto de advertirle algo, pero al final retiene el aire en los pulmones y se limita a observar al niño correr haciendo aspas con los brazos. Luego marca un número de teléfono en el móvil.

- Marcos. Cómo estás.

Al otro lado de la línea, Marcos le espeta directamente si ha sucedido algo, si ha habido cambio de planes. Mónica se retira el pelo de la cara y se enciende un cigarrillo. Mezcla las palabras con el humo que exhala.

- No, todo bien. Llega mañana. A su hora.

Silencio. Mónica escucha el mar de fondo y mira el cigarrillo humear entre los dedos fríos, ligeramente amarillentos. Cuánto hace que volvió a fumar; nueve meses, tal vez un año. Marcos no sabe lo del tabaco; no lo hubiera entendido. Pero antes las cosas eran distintas. Antes de las excusas civilizadas, de la desidia y los silencios ensimismados frente al televisor. Finalmente todo se torció y las formas superficiales desterraron la complicidad y la rutina que fue generando espacios estancos, incomunicados, en la relación. Un día Marcos simplemente se fue. O se fue el extraño en que Marcos se había convertido; el extraño que ahora la interpelaba disgustado, suspicaz, al otro lado del teléfono, al otro lado de mar.

- Espera.

Le alarga el teléfono.

- Cariño, es papá.

Diego se pone la gorra y sin soltar el balón coge el teléfono. El balón y el teléfono son objetos que aún le quedan grandes. Permanece callado, con expresión concentrada y el móvil aplastado contra la mejilla. La mira.

- Diego, es tu padre. Dile hola a papá.

Diego obedece, dice hola y lo que sigue son cincuenta segundos de tiempos muertos intercalados con palabras sueltas y monosílabos distraídos.

Mónica observa a su hijo. Le angustia pensar que al cabo de un tiempo, unos meses tal vez, será ella la desconocida al otro lado de la línea, la que intente infructuosamente rescatar afectos y complicidades en la distancia.

- Anda, trae, que parece que se te ha comido la lengua el gato. Dile adiós a papá y dame el teléfono.

Mónica se apea del murete y le da la espalda al niño, que rebusca algo en un bolsillo de la mochila. Se aleja unos pasos

- Marcos...

Entre dientes, casi asfixiando las palabras.

- Marcos, por favor, qué piensas que le puedo decir al niño. Nada, joder, no le digo nada. No sé que esperas que te cuente si no has vuelto a verlo desde que te marchaste. Perdón, desde que os marchasteis. Ya te he dicho que el niño ha estado en el pediatra; ha...

Por un momento desvía su atención.

- ¿Mamá, puedo?

Mónica se gira y ve a Diego que le muestra una bolsa de plástico con gominolas que ha sacado de la mochila.

- ¿Sólo una, mamá?

- … ha estado jodido, Marcos. Y ahora esto; no, Marcos, no sabe nada, para él son sólo unas vacaciones en Galicia.

Asiente en silencio mirando a Diego y le muestra un dedo, mitad advertencia mitad permiso: Una gominola nada más.

La existencia simple de Diego. Los deberes del colegio, las fiestas de cumpleaños, sus catarros de niño, los cromos o los dibujos animados y una multitud de cosas insignificantes sobre las que se sustentaba el territorio neutral en el que Mónica se había refugiado, al margen del desastre sin sentido en que se había convertido su vida desde la marcha de Marcos. Marcos, que un día abandonó la isla con sus rastas, el petate y una beca en la universidad de Santiago de Compostela. El vuelo de ella había despegado al cabo de unos días también rumbo al norte de la península. Eso y también todo lo demás lo supo después. Tras las primeras semanas de angustia e incomprensión a duras penas disimulada en el esfuerzo de mantener a Diego al margen de todo aquello, había tenido tiempo para reflexionar y atar cabos; para destilar algún poso de verdad en aquella mezcla de desgarros existenciales, tortura interior y otros tópicos grotescos con los que Marcos había intentado justificar su decisión de poner tierra de por medio. Pensó Mónica que detrás de todo no existía más que el empeño absurdo de recuperar una vida bohemia de mileurista aventurero, plagado de proyectos e ideales solidarios que la realidad provinciana de las islas o tal vez el lastre de una familia le negaba.

- No sé que es lo que va a pasar. Aquí no es fácil encontrar trabajo, ya lo sabes. Por lo menos hasta el verano. Te llamaba porque aún no hemos hablado de cuándo tienes pensado regresar con Diego. Perdona, quiero decir cuándo pensáis regresar. De visita.

Los ojos se le humedecen al escuchar lo que ya sabe que va a oír y se siente estúpida por haber marcado su número. Estúpida porque sabe de sobra que Marcos se va a refugiar en la falta de dinero, en la difícil situación económica, para no concretar un regreso a medio plazo y maquillar la fea verdad de que sólo su marcha de la isla propiciará el retorno a la que a fin de cuentas es su tierra. Estúpida por haber cerrado los ojos a la realidad de su situación tras la ruptura; por haber buscado apoyos y complicidad en todas aquellas amistades circunstanciales que compartieron teléfono, paseos por el malecón y algún café de sobremesa dentro de los límites civilizados de la cortesía, para retomar después vidas, lazos y lealtades familiares y personales. Estúpida por haberse refugiado en el pequeño mundo de Diego y la rutina de su trabajo en la inmobiliaria, a sabiendas de que con ello no hacía más que prorrogar una existencia interina en un mundo de playas, volcanes y desiertos. Un mundo frágil y transitorio que más tarde o más temprano acabará reclamando su legítimo titular, paradójicamente exiliado en un lugar de lluvia y bosques, de piedra, frío y musgo. Vidas forzadas que pronto retomarán sus cauces naturales. Marcos -él aún no lo sabe- regresará a su tierra para reconstruir una nueva familia sobre los restos calcinados de la anterior.

Mónica deja caer la colilla humeante sobre los adoquines del paseo marítimo, sucios de arena y desperdicios que evidencian el descuido administrativo de cualquier lugar de costa en temporada baja. Desvía la mirada hacia el mar adentro y deja que la brisa aborte las lágrimas incipientes. Reconduce la conversación al tópico exhausto de las últimas semanas; hacia los detalles prácticos del viaje de Diego: La ropa de abrigo, el papeleo del traslado escolar, el acompañante de vuelo. Intercambio mecánico de información, probablemente el último, que ya no hace desgarro ni mella en el ánimo de ella, aplastado por las circunstancias hace ya tiempo.

Sentado con las piernas cruzadas al pié del murete, Diego repasa con aplomo infantil un taco de cromos. Por un momento alucinado Mónica disocia el objeto de la conversación con Marcos del niño que a solo unos metros mueve los labios ensimismado en el inventario feliz de sus primeras posesiones. Pero sólo es un momento. El niño moreno con las rodillas raspadas y el pelo corto y desordenado vuelve a confundirse con el menor protegido por las leyes, a merced de la guarda y tutela de dos progenitores que no pudieron o no supieron no hacer pedazos una familia. Mónica siente de nuevo la zozobra de tantas otras noches y piensa que Marcos tampoco sabe lo de los ansiolíticos, ni otras cosas que tampoco le ha contado por aferrarse a una dignidad escuálida que será todo lo que le reste a partir de mañana cuando Diego se marche.

Una vez más, quizá también la última, vuelve a rechazar el poco dinero que sabe que Marcos le puede ofrecer, aunque haya agotado la prestación por desempleo tiempo atrás. Marcos, que al otro lado de la línea debería saber que el desafecto no se redime con subsidios, ni con la estética de las buenas intenciones, que debería sospechar que habría trabajado en cualquier cosa, en cualquier lugar, en cualquier empleo de mierda antes que renunciar dócilmente a Diego, antes de entregarlo sin resistencia al cuidado de su padre como está a punto de hacer.
- Te lo agradezco, no hace falta. Ya te he dicho que tarde o temprano encontraré algo. No queda tanto para el verano.

La conversación ahora languidece distante, cenagosa y alcanza, al fin, el tiempo de descuento en un partido que uno de los equipos ha perdido muchos minutos atrás. Cuando Mónica pulsa el botón de desconexión intuye que Marcos probablemente se sienta aliviado en la creencia de que también ella ha encontrado alguien con quien compartir la vida; que tiene proyectos de futuro en los que el niño no encaja. Marcos, que ahora podrá redimir infidelidades y abandonos pasados con el ejercicio de la paternidad responsable cuando finalmente recupere a su hijo.

- Vámonos, cariño.

Diego se levanta, aún con el taco de cromos en la mano, mira al suelo y protesta en voz baja, un poco contrariado.

- Es que va a venir el primo...

- Diego, tenemos que hacer la maleta.

Por segunda vez experimenta la certeza angustiosa del regreso de Marcos a las islas y el horror inconcebible de su propia ausencia. Desvía la mirada más allá del niño, hacia el espigón del puerto y, con tono neutro, le miente:

- Ya verás al primo a la vuelta de vacaciones; ahora tenemos que irnos.

*******

Por la noche antes de dormir, aún con los ojos grandes y muy abiertos, Diego le pregunta a su madre otra vez por los árboles.

- Hay muchos en Galicia; Robles, eucaliptos... también castaños y pinos y tejos y, qué sé yo, todos los árboles que se te ocurran. Iréis al bosque; seguro que tu padre te llevará.

- ¿Pero iremos de día?

- Claro, de día es cuando los bosques son más bonitos, más verdes.

Diego se queda un rato mirando a la luz del techo sin decir nada. Al otro lado de la ventana abierta, el motor de un coche que maniobra para aparcar ahoga el monólogo lejano de las noticias del Telediario en la casa de algún vecino. Más cerca, en la cocina, el murmullo persistente de la nevera. Ruidos que recalcan el silencio. Sentada al borde de la cama del niño, Mónica quisiera no sentir el vacío terrible que le ensucia la respiración, que le gangrena los pulsos y el resto de las constantes vitales indiferentes. El dolor insoportable de las últimas semanas ha remitido, concediendo a Mónica una tregua, un transitorio retorno a la normalidad de sus funciones corporales y, con ello, la lucidez necesaria para pensar que no quiere pensar, porque sus pensamientos no son más que un telón de fondo en el que se escenifica una y otra vez el infierno vacío de su cabeza.

- ¿Y si me pierdo?

- ¡Qué te vas a perder! Anda, dame un achuchón y a dormir, que mañana te marchas de vacaciones.

Mónica se inclina sobre su hijo que la abraza distraído.

- ¿Y si me esconden?

Diego huele a niño y sabe a sal. Mónica sonríe, cierra los ojos y deja de pensar mientras lo aprieta con suavidad contra su pecho.

- Si los árboles te esconden, te encontraremos porque siempre llevarás puesto el chubasquero rojo. No te olvides de decirle a papá que te lo tienes que poner cuando vayáis de excursión al bosque.

Al apartarse de Diego, nota que va a empezar a llorar y se apresura a pulsar el interruptor de la luz antes de que eso suceda. Le da un beso de buenas noches y escucha, impotente y un poco avergonzada, como la voz se le quiebra al despedirse.

- Ahora duérmete, cariño.

Esa noche pasará mucho tiempo de pié en la penumbra bajo el quicio de la puerta mirando a su hijo dormir, sorbiendo las lágrimas en silencio.

*******

De vuelta del aeropuerto, en el autobús, rebusca entre los papeles de su cartera, pero no encuentra el volante. Había pensado acercarse al hospital para confirmar los detalles de la primera cita al día siguiente, ahora que cargaba con todo el tiempo del mundo a sus espaldas; un tiempo muerto, un tiempo en descomposición. Mónica contempla al resto de los viajeros e intuye vidas en movimiento cargadas de sentido: Reencuentros familiares, negocios, quehaceres rutinarios, planes y anhelos que tal vez se cumplan o quizá no. Vidas en progresión que ahora ella contempla desde una parálisis desoladora, atrapada en un presente sin más capacidad de maniobra que la que le permitan las sesiones de quimioterapia. Al otro lado de la ventana del autobús el paisaje árido de la isla discurre luminoso e indiferente. Poco a poco, el ruido monótono del motor va empapando sus pensamientos hasta ahogarlos en una realidad indistinta.

Mónica llega al apartamento media hora después. Rebusca y por fin encuentra el volante en un cajón, entremezclado con las radiografías, diagnósticos, recetas y demás papeleo hospitalario acumulado a lo largo de los últimos meses. Antes de marcharse al hospital se detiene por un momento delante del cuarto vacío de Diego. Su cama está deshecha. Reprime el deseo de acercarse y oler las sábanas. Al salir, aún con la puerta abierta, se percata del pequeño chubasquero rojo colgado en el perchero de la entrada.


Tras una larga ausencia -espero no me lo tengan en cuenta- les regalo, con el inestimable patrocinio de youtube, una canción triste de esas que se le pegan a uno en los costurones del corazón remendado que, al cabo de los años, todos acabamos portando detrás de las costillas: