22 de enero de 2012

Ecosistema Vecinal


Apenas diez centímetros nos separan de la existencia incógnita de los demás, al otro lado de un tabique que como en las adivinanzas puede ser blanco por fuera y amarillo por dentro o al revés. A este lado del tabique, un surtido de libros de autoayuda, un horóscopo anual y un Punset descansan en un mueble sueco prefabricado. Al otro, un televisor plano, una katana ornamental o tal vez un  Beso de Klimt confinado en su paspartú.

Tabiques contiguos y permanentemente incomunicados como las caras de una misma moneda separan a la mujer antigua de misa, braga marrón y telenovela del adolescente compulsivo, nervioso y centrípeto, como otros tantos pezqueñines capturados en las redes sociales de los vastos caladeros de Internet. Tabiques frontera de cubículos simétricos que se multiplican tantas veces como plantas tenga el edificio en el que cada cual come, friega, descansa, se ducha y cohabita con los demás. Encerrados en cáscaras de nuez enlucidas de yeso blanco nos creemos reyes del espacio infinito, exiliados muy a nuestro pesar en reinos de setenta metros cuadrados construidos con dos cuartos de baño, caldera individual, trastero y un coeficiente de participación en gastos comunes.

Portadores de una Fe y una Verdad domiciliaria potencialmente exportable a gran escala, ciertos convecinos no desaprovechan la oportunidad de adoctrinar y, si fuera necesario, sojuzgar con mano de hierro a los restantes moradores (seres primitivos e inferiores) del inmueble y, de paso, velar por el estricto cumplimiento de los principios consagrados en la Ley de Propiedad Horizontal, que para eso precisamente se han inventado las juntas de propietarios, modernos autos de fe en los que cualquier vecino respetable  puede denunciar ante el cónclave de sus pares estilos de vida desviados y conductas anómalas susceptibles de perturbar la paz y la seguridad del inmueble: unas marcas de neumático de bicicleta en la pared del rellano del primer piso, la comisión bancaria de la cuenta de la comunidad de propietarios, las juergas y los orgasmos escandalosos de los arrendatarios del quinto, la uniformidad estética de los buzones, el contador independiente para la derrama de agua del garaje, la adopción de medidas elementales de seguridad frente a los repartidores de publicidad... Cuestiones todas ellas de gran calado debatidas a cara de perro en presencia del administrador de la finca, testigo a sueldo, resignado e imparcial de la vehemencia infernal, las jeremiadas y demás tostones apologéticos que cada vecino inflige a los restantes copropietarios asistentes, cada cual con su visión privada del mundo. Dogmáticos copropietarios ortodoxos, inmersos en una refriega en la que sólo puede quedar uno que, por lo general, suele ser el más cansino. Para él la perra gorda.

Vecinos exigentes, de gatillo fácil, se foguean y también se desfogan, alcanzando el más difícil todavía en el sublime arte de dar por culo a los mansos, que según la Biblia heredarán –perdón, heredaremos- la tierra, y  también las aguas, las costas y demás dominio público marítimo-terrestre. Denle a un hombre batallador un punto de apoyo y moverá el mundo. Denle un tricornio y todo el mundo al suelo. Entréguenle un piso en propiedad y prepárese a flipar todo el mundo. Véanlo salir de la notaría a paso de oca con la escritura de compraventa en ristre, súbitamente aureolado de derechos sacrosantos que ejercerá vigorosamente en el seno de la junta al menor atisbo de irregularidad, bajo el murmullo de aprobación de una cumparsita de comuneros jubilados, como provectos senadores del Tea Party. Estos últimos, los patriarcas del inmueble, defenderán con dientes y dentaduras postizas hasta la muerte (probablemente cercana) los principios sacrosantos de una convivencia ordenada, lineal y extremadamente aburrida, plagada de medicamentos, renuncias y silencios en la intimidad del salón, mientras el televisor panorámico proyecta basura en alta definición.

Ellos, los vecinos batalladores que comandan y apuntalan con imperium los destinos y desatinos del edificio, no son, por lo general, nadie en el el hospital, en el ministerio o en la oficina. Sometidos al yugo de la nómina, los seguros sociales y los impuestos, los vecinos batalladores reciben temerosos y acatan impecablemente las órdenes de la superioridad, degluten sus marrones, los regurgitan y acto seguido se buscan las vueltas para enmarronar ferozmente a otros tantos subalternos, acaso también vecinos batalladores que probablemente comenten la meteorología con sus aliados de la tercera edad en otro ascensor, en otro barrio de la ciudad.

Vecinos batalladores que vencerán pero no convencerán al contingente silencioso y abstencionista que brilla por su ausencia en las juntas de propietarios pero abona religiosamente la cuota mensual de la comunidad.  Son -perdón, somos- los otros, los prójimos discretos que existimos detrás de las puertas acorazadas, los tabiques y el gotelet,  encapsulados en la burbuja de nuestros departamentos. Somos los copropietarios del montón, relativamente indignados o enfrascados en nuestro mundo y en nuestras cosas, que contemplamos escépticos y desapasionados los Telediarios; que compramos el periódico y de vez en cuando leemos un libro o vamos al dentista. Somos vecinos dóciles y poco reseñables. Figurantes que interactúan discretamente con el entorno, convenientemente camuflados con prendas adquiridas en los grandes almacenes a la medida de nuestra edad mental y condición. Vecinos que hacemos cola en los supermercados sin nada especial que decir u opinar que merezca una reseña en los medios de comunicación, en los programas de variedades o en un obituario. Tal vez haya quien piense lo contrario pero yo opino que, a pesar de todo, no nos los merecemos. A los vecinos batalladores me refiero, que son -en efecto- unos gilipollas. Déjenme decirles una cosa: Quien dé con la clave para neutralizarlos y no volverse como ellos marcará un hito sin precedentes en el devenir de la humanidad, probablemente reciba el Premio Nobel de la Paz y, desde luego, pasará a la posteridad como alguien que cambió para bien el curso de la Historia.

Hoy, una canción violenta de mentirijillas, para escuchas desenfadadas de clase media, a cargo de los Offspring. Hasta pronto.