25 de diciembre de 2011

Navidad (y van dos)

Apreciados Lectores Improbables:

Por segundo año, en nombre del equipo unipersonal de redacción del Watiblog, espero pasen unas gratas y efervescentes fiestas navideñas. Disfruten de tanto vicio como sus neuronas, sus estómagos y sus vías respiratorias sean capaces de aguantar y practiquen tanta virtud y buenos sentimientos como quepan dentro de sus gastados corazones. Cuiden de no reventar como el Lagarto de Jaén, pero tampoco languidezcan más de lo estrictamente necesario en la contemplación de sus ombligos. Aun a riesgo de arrojar piedras sobre mi propia bitácora, les deseo que sean razonablemente felices, ahora y en lo que venga después.

Wat

21 de diciembre de 2011

Lotería

Todos los años igual, no escarmentamos. Venga a jugarse los cuartos, por si toca. Mucha crisis, mucho paro, la Unión Europea a un tris de irse a tomar viento, pero aquí parece que le sobra el dinero a todo el mundo. Dice la prensa estadística que las familias españolas se van a gastar la friolera de 622 Euros a cuenta de las celebraciones navideñas (menos que el año anterior, ojo al dato). Luego, esas familias seguirán inyectado pasta en la cuenta de resultados de los grandes almacenes con la peregrina excusa de las rebajas de enero. Llegará después la primavera, que por cielo, tierra y mar se espera e, impasible el ademán, esas mismas familias acudirán en tropel a esos mismos grandes almacenes a profanar con sus tarjetas de crédito las bocanas insaciables de los datáfonos a cambio de ropas, complementos y cachivaches que sustituyan a las ropas, complementos y cachivaches obsoletos que adquirieron doce meses antes con ocasión de las mismas rebajas estacionales. Les parecerá una tontería, pero tengo la impresión de que, en realidad, la gente no paga por las cosas que compra. La gente paga por el puro placer de comprar en abstracto. El gusto está en aforar la pasta, llevárselo puesto y a otra cosa, mariposa. Al final voy a tener que darle la razón al eslogan ripioso de una cadena que vende productos tecnológicos a mansalva: La Avaricia Me Vicia. Víctimas del inconformismo crónico, nos dedicamos todo el año a acaparar más de lo mismo -aunque sea la misma mierda inútil- pero de otro color y con novedosas prestaciones  irrisorias. ¿Que ya tiene una plancha? No importa, porque ahora hay una que es capaz de planchar... ¡plástico! Para amas de casa estrictas, sin duda. Ipad, ya de por sí capaz de colmar impecablemente nuestros deseos injertados, cuenta ahora con doscientas chuminadas extras; llamémosle incremento exponencial de nuestras fuentes inexploradas de felicidad. Relojes, relojes, relojes y más relojes; cámaras fotográficas que nunca llegamos a entender del todo son reemplazadas por otras aún más complejas, caras e ininteligibles. Prendas defenestradas por el vértigo de la moda se amontonan en los contenedores de las parroquias, vehículos prematuramente repudiados por sus dueños en venta como ganado viejo en los concesionarios de segunda mano, muebles en perfecto estado de revista acaban abandonados a pie de calle, junto a los cubos de basura comunitarios. Nada alcanza ya el final de su vida útil por obra y gracia del dinero que fluye incesante desde nuestros bolsillos y nuestras nóminas. Alimento y frontera mezquina de nuestros sueños, el dinero nos hace libres en el vasto territorio imaginado por una legión de artistas, políticos, mangantes, mercaderes y fabuladores. Peones supersticiosos en un juego de rol diabólico, la ciudadanía acude cada año por estas fechas a Doña Manolita o a la Bruja de Oro con la legítima esperanza de alzarse por la patilla con un botín redentor de todas esas pellas y pufos que les traen por el camino de la amargura. Sospecho que en la mayor parte de los casos un Premio Gordo, aunque suficiente para conjurar hipotecas y otros débitos más o menos acuciantes, no basta para tapar el boquete existencial o ese abismo de ocio en el que, botella de cava en mano, se precipitan cada año los afortunados del 22 de diciembre. Aquejados de miopía consumista, los premiados serán en su mayor parte incapaces de plantearse la existencia al margen de la cartografía fabulosa programada en el TomTom de la sociedad de consumo, y acabarán forzando la delicada maquinaria de sus vidas hasta amoldarlas al estereotipo del nuevo rico, heredero natural del reino de los horteras infelices. Luego está el resto de los desafortunados que, cuentan las estadísticas, se ha gastado nada menos que setenta Eurazos per capita a cambio de nada y que, curiosamente, son los mismos que ponen el grito en el cielo porque el pan, el pollo o el Metro  suben unos céntimos; y que también son exactamente los mismos que, a falta de premio, no tendrán más remedio que rascarse los bolsillos como sea para acudir en plena forma a las rebajas de enero pero -eso sí- una vez cumplimentado el trámite de los décimos del el Sorteo del Niño que, por supuesto, tampoco tocará este año.

Y sí, estimados Lectores Improbables, suponen bien. Tampoco yo escarmiento. También yo vivo rodeado de porquerías repetidas y prescindibles. También he fundido la tarjeta de débito primero y después la de crédito a la mayor gloria de los días de vino y rosas. No negaré que más de una vez he sucumbido a la fascinación de las rebajas y saldos de temporada. Conozco de primera mano la vaga sensación de cumplir con los designios inapelables del destino al comprar la lotería de los distintos departamentos de la empresa (les aseguro que en el caso de las multinacionales esto puede convertirse en un serio problema). Pero, en fin, qué les voy a contar; si escribo esto, por algo será. Así que este año se me ha ocurrido que, puestos a tirar el dinero a cambio de nada, igual podría ponerme el mundo por montera y, sólo por una vez en la vida, sólo por el puro y simple placer de saborear lo prohibido, he decidido ser egoísta y, en un alarde de incorrección política, he dejado de adquirir y compartir con mis semejantes esos billetes de lotería transmutados en ilusiones y felicidad gracias a las esmeradas campañas de marketing navideño. En su lugar, he destinado igual importe a una fundación o tal vez a una ONG, ahora mismo no lo tengo claro. La pasta no la voy a recuperar, pero igual me hubiera pasado con los niños repelentes de San Ildefonso y su bombo gordinflón. Por otra parte, me consuela pensar que con Urdangarín fuera de juego, las posibilidades de que a algún pobre desgraciado le  caiga algo se han incrementado un poco. Así que no me deseen suerte mañana. Para ustedes, que sin duda la merecen, toda la del mundo.

Les presento a un amor de juventud. Les recomiendo no escucharla más de la cuenta por sus efectos adictivos. Quedan advertidos.



10 de diciembre de 2011

El Basurero

No esperen mucho de esta entrada por dos razones. La primera, incógnitos lectores, porque probablemente la encuentren ustedes redundante: lo que no se haya escrito ya sobre el Basurero no lo voy a escribir yo. Siendo, como soy, un topo de pocas luces, vivo ensimismado en mis túneles y mis cosas, y de ahí mi precario entendimiento de lo que se cuece por ahí fuera. Confieso que tengo la bochornosa costumbre, al tiempo que escribo y reflexiono, de entusiasmarme con presuntos hallazgos que, expuestos a la luz de la realidad, no resultan ser más que ideas revenidas, planteamientos obsoletos y filosofías putrefactas desde tiempos inmemoriales. En segundo lugar, les confesaré que el Basurero es una cuestión que sangra y palpita en el ecuador caliente de mi subjetividad y, por ello, me resulta complicado escaparme hasta las regiones más frías -y frívolas- desde las que habitualmente perpetro estos pánfilos cronicones. Quedan, pues, advertidos.

Si leen ustedes cualquiera de las entradas anteriores del blog no les resultará complicado deducir que el autor no es más que un ignorante que recurre sin sonrojo a tópicos, resabios y lugares comunes que después intenta camuflar con letras. Debo admitir que, en parte, esto es así. En mi descargo alegaré que supongo que escribo este blog para dar testimonio de certezas y convicciones que me definan como individuo por oposición al montón de individuos al tiempo que busco respuestas, preferiblemente simples, que de antemano sé que no voy a encontrar, o al menos no en el Basurero.

El Basurero es ese lugar que se aparece delante del individuo simple que busca respuestas simples cuando se pone las gafas de pensar. Inmenso y desangelado, el Basurero es un infierno conceptual, una pesadilla inabarcable de normas, parlamentos, pensiones, huelgas, bonos, directivas, estadísticas, banca, corruptelas, informes, tratados, préstamos, reglamentos, diputaciones, crónicas, censos, tecnocracias, estatutos, ratings, quiebras, premios, dividendos, cohechos, aranceles, contabilidades, burocracias, cifras, fueros y desafueros, comisiones, conciertos, oligarcas, incentivos, protocolos, magistrados, ordenanzas, cuotas, decretos, congresos, trámites, pactos, licitaciones, información clasificada, renuncias y dimisiones, diplomacias, sondeos, huelgas, demandas, consensos, dietas, competencias, seguimientos, alternancia, hipotecas, coaliciones, deuda, instancias, tripartitos, aranceles, variables, hechos imponibles, ejecuciones, sinergias, percentiles, cotizaciones, disidencias, entes, subvenciones, lobbies, inflación, moratorias, prescripciones, planes, beneficios, sanciones, votos, fondos, patrocinios, negociados, inmovilizados, adjudicaciones, presupuestos, organigramas, amnistías, cátedras, flujos, concilios, intereses, recursos, prebendas, legislaturas, remuneración, corporaciones, sufragios, prorrogas, fiscalidades, consejerías, prejubilaciones, mayorías, conflictos, índices, economías de escala, trienios, recesos, correligionarios, inmunidades, estrategias, cargas, debates, costes, paridades, sobreprecios, comparecencias, órganos, privilegios, responsabilidades y un sinfín de conceptos desfigurados por la manipulación verbal sistemática, transmutados en desechos e inmundicias que se adhieren al tejido de lo real hasta asfixiar cualquier intento de ejercitar, siquiera mínimamente, una ciudadanía responsable. Y todo lo que nos queda es un sentimiento abstracto de indignación que apenas se traduce en artificios poéticos (mis sueños no caben en tus urnas) o en ripios toscos más propios de una competición deportiva (familia desahuciada, casa okupada). Fuegos fatuos que sólo alcanzan a iluminar un encabronamiento prehistórico, contrapunto paradójico del Mundo Feliz que acariciamos con la yema de los dedos en la pantalla iluminada de un Ipad.

El Basurero es el ecosistema en el que compiten, consumen y se pisan el cuello para sobrevivir con mayor o menor fortuna millones de ciudadanos empanados, dispuestos a sacrificar sus obtusas existencias en aras de una prosperidad mal entendida bajo la indubitada premisa de que Más siempre será Mejor para sí y para los suyos. La clase política se encarga de administrar y extender las fronteras del Basurero al tiempo que, desde sus corbatas, intentan convencer a sus votantes precisamente de lo contrario en ruedas de prensa, entrevistas, tertulias y comparecencias televisadas.

El Basurero requiere un mantenimiento cada vez más sofisticado. La montaña de basura, de proporciones bíblicas desde hace ya mucho tiempo, sigue creciendo y se hace necesario apuntalarla constantemente a golpe de legislación que ha de garantizar la expansión controlada y, a la vez, evitar que alcance una masa crítica, colapse y nos vayamos todos a hacer puñetas. En eso andan hoy, al parecer, los 17 países de la moneda única y seis de sus aliados.

Ahí tenemos a nuestros avezados políticos estrujándose el magín, para dar con soluciones que garanticen a medio plazo la sostenibilidad del Basurero, cuando en realidad a lo que tendrían que dedicarse es a diseñar fórmulas para su desmantelamiento controlado y, de paso, planificar cuidadosamente los mundos posibles que podrían surgir del reciclaje de tanta porquería. Naturalmente que esto resulta, por definición, imposible ya que de todos es bien sabido -o cuanto menos intuido- que cualquier político que se precie ha suscrito un pacto invisible con las fuerzas implacables que constituyen la esencia y la sinrazón última del Basurero. En su formulación más simplista, el pacto vendría a permutar un compromiso de acción política a cambio de un bien remunerado puesto de asesor en el consejo de administración en el seno de una multinacional planetaria (o una sinecura similar), una vez sorteado el enojoso trámite temporal que plantea la normativa en materia de incompatibilidades. Todo muy legal, faltaría más, porque, en el fondo, quién no comprende -y tolera- en su fuero más íntimo el derecho de cada cual a luchar por alcanzar la gloria trepando hasta las más altas cumbres de la miseria, aun a costa de malbaratar el futuro de millones de administrados, votantes o no.

Así las cosas, el mundo acaba transformado en una suerte de distopía orwelliana. En realidad el verdadero consumo responsable radica precisamente en consumir más; en realidad la solidaridad no conduce más que a la ruina de quienes malviven de vender aquello que filantrópicamente regalamos; en realidad el ahorro energético cierra fábricas, destruye empleo y engrosa las listas del paro; en realidad quién se atreve a negar que nuestra supervivencia está garantizada por los bancos; en realidad las empresas se sostienen y prosperan gracias a la dictadura incuestionada del patrón, si bien es también verdad que los marineros explotados, paradójicamente, vivan y voten en la democracia del Basurero; en realidad nuestra capacidad de compartir es directamente proporcional a la carencia de lo que compartiríamos; en realidad, y visto como circula el Metro a las ocho y media de la mañana, doy gracias a Dios de que las consignas municipales caigan en saco roto y gran parte del pujante lumpenproletariat del sector servicios se abstenga de utilizar el transporte público; en realidad el montante de nuestros sueldos integra el núcleo duro de nuestra más inviolable intimidad;  en realidad tenemos una habilidad asombrosa para acomodar nuestra desgracia a la medida exacta de nuestra circunstancia. Todo ese cúmulo de realidades distópicas, amén de otras muchas que aquí no menciono por no aburrirles más de la cuenta, constituyen los axiomas que la clase política tiene bien presentes a la hora de llevar a cabo las labores de reparación, conservación y ampliación sostenida del gran Basurero que, salvo deflagración nuclear, meteorito, Mourinho u otra fuerza mayor imprevisible, perpetuará su existencia hasta reventarnos a todos, aunque, bien pensado, también podría suceder que por una increíble ironía cósmica lo ético se torne rentable -eso sí- a corto plazo. Recemos por ello.

Les iba a regalar una de Pink Floyd, pero bueno...