30 de octubre de 2011

Gañán de fin de semana


Aquí me tienen, sentado en la silla plegable de rayas verdes y blancas con el netbook en el regazo reflexionando, no sin cierto alivio, sobre toda esa oferta de ocio ilustrado, todas esas tendencias en boga y guiños al buen gusto inútilmente desperdiciados en mi persona, refractaria e impenetrable a los encantos de la cultura del consumo, sospecho que por ignorancia crasa. Lo confieso: soy un gañán. Soy un gañán de fin de semana.

Escribo, como digo, sentado en la silla de playa pero igual podría estar apalancado delante del portalón de mi casa, a pie de la carretera nacional, en algún pueblo polvoriento dejado de la mano de Dios, mirando desapasionadamente pasar los coches de regreso a la capital el domingo por la tarde, sin preguntarse quiénes son, a dónde han ido o de dónde rayos vienen. Luego me bajaré al bar a ver al Madrid o a tomarme un café o algo. Aquí en Madrid tal vez no me baje a la tasca, pero siempre me queda derivar a la Fnac a dejarme unos eurillos en paperback barato. Rutinas de gañán.

Aborrezco la cultura de la gratuidad envenenada: el dos por uno, la tarjeta de socio, diez por ciento más de champú, el bono de los treinta masajes, por una compra superior a cien se lleva uno, el sexto café le sale gratis, rasque y gane... Una mañana de sábado, hace ahora tres semanas, arrojé a la primera papelera que encontré a mano una revista de moda amortajada en plástico transparente junto a un calendario de cartón geltex, un libreto encuadernado con ofertas surtidas en cupones recortables, la sábana roja plegable del Mediamarkt -antro de perdición donde los haya- y otra morralla publicitaria que ahora no recuerdo. Tras la parada técnica de desescombro editorial retomé mi camino hacia la cafetería no sin una vaga sensación de culpabilidad por no haber utilizado un contenedor dada la ingente cantidad de papel-cartón de la que acababa de deshacerme pero, qué demonios, yo sólo quería hojear el periódico al lado de un café y una caracola, sin más engorros. Lo cierto es que, despojos comerciales aparte, había abonado un sobreprecio de treinta céntimos al quiosquero por un semanario de moda que había acabado inédito en el fondo de una papelera. Con la mirada perdida en el Times New Roman del periódico (esa mañana había olvidado las gafas en casa) me dio por divagar pensando en las pencas de las acelgas, las cabezas de pescado, los esqueletos de pollo y tantos otros restos comestibles que, aun habiendo sido aforados al peso en la balanza del mercado, acabo injustamente abandonando a su suerte en el cubo de basura, pura y simplemente por racismo arraigado en la ignorancia y los prejuicios culinarios y, con toda probabilidad, en la confortable existencia de un baby boomer que -aún- no ha perdido su empleo. Mea culpa.

Rectificar es de sabios y también de gañanes, voto a Dios, así que me hice una nota mental para el sábado siguiente, en el que volví a abonar al quiosquero el sobreprecio del diario si bien esta vez tomé cumplida posesión del suplemento de moda que exhibía en portada la pulcrísima estampa de Scarlett Johanson (Actriz. Nueva York, 22 de diciembre de 1984) canibalizada por la luz cegadora de un flash inquisitorial y despiadado. La rubia Scarlett me dedicaba una mirada lasciva a la vez que suplicante (perdónenme la subjetividad) y un mensaje claro como el agua del Canal: Me verás, pero no me follarás. Mal empezamos. Decido ignorar los avances indecorosos de la fotogénica Johansson y comienzo a hojear la revista contra natura; es decir, desde atrás, como suelo. Nada reseñable al otro lado de la contraportada: una fotografía antigua de Peter Sellers, vagamente evocadora de un Austin Powers salido del armario, a modo de refrendo visual de un artículo firmado por Rossy de Palma (!) que glorifica de las virtudes del bolso masculino entendido como complemento ideal del hombre-florero del siglo XXI; glosa estéril donde las haya, sobre la que no dilapidaré el ya de por sí el escaso talento que Dios me ha dado. Tras el consabido horóscopo, como es de ley en cualquier revista de moda que se precie, me encuentro con una entrevista nada más y nada menos que con la Mala Rodríguez (Malamaría motherfuckers uh, uh). Encabronada por defecto con el Sistema, como también suele ser de ley en cualquier rimador que se precie, la rapera jerezana descongelaba recientemente un slogan un poco ramplón, de andar por casa vamos, en su cuenta de Twitter: “A la mierda las instituciones. Toda clase de partido, de gobierno y de tradiciones. Pero, oh, sorpresa, sorpresa: Al pie de la fotografía que ilustra la entrevista, algo rechina; algo no encaja con la indignada declaración de principios: “La Mala Rodríguez recogió el Premio de la Música 2011 al Mejor Álbum de hip hop vestida con un corsé de la colección Spellbound de Bibian Blue (www.bibian-blue.com) marca de la que es imagen. Bien pensado, lo cierto es que rapero también rima con ropero y -curioso hallazgo- con dinero.

Dinero. Gran parte de los cachivaches de moda y otros objetos de efímero deseo retratados a lo largo y ancho de cuarenta y dos páginas de la revista exhiben precios inflados hasta la desvergüenza, siempre y cuando este razonamiento emocional se haga clave de salario mínimo interprofesional que, a día de hoy, asciende a seiscientos cuarenta y un Euros. No hay que olvidar que se trata de accesorios por lo general fabricados en serie cuyo coste real de producción, de conocerse, ofrecería oportunidades insospechadas para el análisis de la avaricia y la estupidez humanas. Mención honorífica merece la mochila Alligator diseñada por las hermanas Olsen que cualquiera de ustedes podría adquirir por treinta y nueve mil Dólares si no estuviera -como leo- agotada. Muy recomendable también, en especial para mitómanos imbéciles, pasar una noche en la Suite Dior del hotel Saint Regis a cambio de seis mil trescientos Euros, experiencia exclusiva e inolvidable donde las haya reservada a los bolsillos más profundos que sin duda concitará la envidia de los aproximadamente seiscientos mil débiles mentales que han aforado veinte Euros cada uno (les ahorro el cálculo: suman doce millones de Euros) para contemplar nada más y nada menos que el vestido nupcial de la otrora plebeya -aunque pija- Middleton, hoy Duquesa de Cambridge.

Elena Benarroch, que es una peletera (quizá suene a insulto, pero no lo es), halla un espacio natural en el que darse pisto a la altura de la página veintisiete de la revista: “Tengo dos bolsos Birkin. Uno lo heredé de mi madre. El otro lo compré en un aeropuerto, sin necesidad de apuntarme a ninguna lista de espera.” Me late entre las líneas que semejante revelación oculta una frívola estupidez. El gañán que habita dentro de mí se revuelve y me exige a gritos que arroje la revista al cubo de la basura, pero el caso es que algún resorte oculto en lo más profundo de mi alma cateta me incita a continuar leyendo (pierdan cuidado, estimados Improbables, me lo haré mirar). Sea como fuere, y tras ilustrarme en Internet, ahora sé lo que es un bolso Birkin: Viene a ser como la mochila de las hermanas Olsen, pero un poco más barato. Lo que confirma mi intuición previa.

En la página contigua otra mamarrachada con forma de reportaje: Una “ubicua directora de moda y fashionista irredenta se convierte por un día en la monarca más famosa del mundo: Isabel II (...)”. Esta vez opto por economizar letras siguiendo elementales principios de higiene mental preventiva, así que no lo leo, si bien me demoro un momento en la contemplación de varias fotografías de Isabel II superpuestas en una especie de collage fotográfico. Fascinado, me percato de que en todas ellas viste básicamente igual, con guardapolvos, broche joyuno y sombrero comestible. Como una víctima de la cubeta del Photoshop la reina de Inglaterra, warholiana e idéntica a sí misma, se multiplica en gamas cromáticas maniqueas y contundentes. La verdad, se me ocurre, es que el papel del Oráculo en la trilogía Matrix le habría ido como anillo al dedo.

Continuo leyendo, ya decididamente en diagonal, y a veces casi en vertical, limitándome a contemplar el agradable paisaje fotográfico de reclamos publicitarios y bellas mujeres ligeras de peso y, sobre todo, de ropa, elemento este último molesto e incidental que me enturbia el garbeo visual. Detengo la mirada con estupor incrédulo en una fotografía de Antonio Muñoz Molina en la que el Académico se nos aparece en primer plano cual modelo de colonia parisina de las de a sesenta Euros el frasco. La fotografía, blanco y negro de diez por nueve centímetros, se ubica al pie de la entrevista con el autor del Invierno en Lisboa, curiosamente de dimensiones idénticas. Caben cinco preguntas con sus correspondientes -y lógicamente sucintas- respuestas además del título de la cabecera, que reza “Un cuentista con mucho arte” pero igual podía haber sido “Un ubicuo cuentista de moda y fashionista irredento” y, créanme, nadie se habría dado cuenta. Lo que, por cierto, me lleva a preguntarme, visto el milagro obrado con Muñoz Molina, qué demonios andará pensando el candidato Rubalcaba, tan volcado en capturar el voto indeciso, que no se hace inmediatamente con los servicios del retratista. En este mundo de masas empanadas las cosas son como en las “pelis” del chico americano, donde el guapo es el bueno y los malos son muy malos (la bastardilla es de Adolfo “Fito” Cabrales).

No es que me enorgullezca especialmente por ser un gañán de fin de semana, no vayan a pensar ustedes, apreciados e Improbables Lectores, que no soy consciente de las limitaciones, carencias abismales e inconvenientes que todo ello comporta. Misántropos inadaptados, exiliados de las hermandades deportivas, políticamente fuera de juego, poco cultivados, egoístas, solipistas y también un poco pajilleros, somos una estirpe abocada a la extinción sin pena ni tampoco gloria. En la página ciento veintidós de la revista hay un tipo que considera que al regalar flores “jamás se puede sustituir un ramo por una planta. Precisamente en lo efímero de la belleza reside la fuerza de unas flores cortadas. Qué imbécil. En este mundo, sobramos o él o yo y, saben, realista como soy me temo que voy a ser yo. En fin, doy por concluida esta entrada y arrojo -ahora sí- la revista de moda en la papelera del salón. Con su permiso, agarro la bicicleta y me voy al Rastro a comprar un pijama de franela sin firma ni glamour, un pijama de gañán, que no obstante espero sea eficaz contra el invierno que se avecina. Saludos cordiales.

Hoy no hay música, más allá de los acordes simplones de la Canción  Mixteca que se escuchan al fondo del monólogo de Harry Dean Stanton en un peep show en algun lugar de Paris, Texas. Va por mí, aunque espero que ustedes también lo disfruten.


 

13 de octubre de 2011

Tautología




"Knowledge exists only when it is given. Like love"




Courtesy of David Mitchell. The Thousand Autumns of Jacob De Zoet 




1 de octubre de 2011

Torrents

Por la ese deducirán que no voy a escribir nada sobre el municipio de Valencia que, si de justicia poética se tratase, debiera ostentar el liderazgo de descargas ilegales o constituirse en la sede natural de cualquier simposio alternativo de piratería informática. La soledad sin televisión de algunos fines de semana alienta en mí ciertos hábitos poco saludables entre los que se cuentan la lectura mecánica, la ingesta sistemática de latas de cerveza, la navegación indiscriminada por Internet, la masturbación ex fastidium y, últimamente, la contemplación arrobada de ciertas teleseries de la cadena norteamericana HBO. Salvo en el caso de las latas de cerveza (y tras la adquisición de un costoso libro electrónico) mi misantropismo sedentario se afianza cada vez más en una gratuidad que se me antoja mano de santo en medio de esta emocionante crisis mundial de la que todos tomamos buena nota por obra y gracia de los medios de comunicación.

Me gusta que las cosas que de verdad importan sean gratis, aunque sólo sea un espejismo; quicir que no me opongo a financiarlas solapadamente a base de impuestos; ya saben: ojos que no ven, corazón que no siente. Así resulta que la calle es mía (y de todos); y lo mismo el aire, los parques, los ambulatorios de la Seguridad Social, las bibliotecas, las playas con bandera azul, los informativos de la radio, las escuelas públicas, los museos y un largo etcétera que a la postre estructura un gran teatro del mundo en el que escenificar una vida digna sin importar quién uno sea, cuánto valga ni de dónde venga. Dentro de ese largo etcétera de cosas realmente importantes incluyo el arte y la cultura en todas sus vertientes, aunque por coherencia con la entrada de hoy únicamente me referiré a la música, las imágenes y los textos escritos.

La evolución imparable de la tecnología durante los últimos años ha descentralizado el poder de distribuir canciones, películas y libros. De la noche a la mañana, editoriales, discográficas, artistas y literatos de renombre han visto amenazado un modelo de prosperidad financiera apalancado en masas de consumidoras tradicionalmente condenados a pagar por ver, oír o leer determinados productos presuntamente artísticos o presuntamente culturales; o al menos eso podría deducirse de las sofisticadas campañas de mercadotecnia orquestadas para promocionarlos con el apoyo incondicional -por asalariado- de según que críticos, columnistas, opinadores u otros respetables mercenarios de la letra impresa, capaces de avalar por igual un espantajo mal parido que una obra honestamente encomiable.

En toda reacción química, la masa los reactivos es igual a la masa de los productos; esto es, se conserva la masa del sistema. Con permiso de Lavoiser y las licencias poéticas que procedan, me atrevo a reformularlo a la medida de la entrada de hoy: En toda reacción financiera, la masa monetaria es igual a la masa de los productos; esto es, se conserva la masa del sistema o dicho de otra forma, el dinero no se destruye: simplemente cambia de manos. Lo que ustedes dejan de gastarse en música, en entradas de cine o en libros se lo llevan muerto los fabricantes de ordenadores, mega televisores, reproductores mp3, e-books y demás parafernalia tecnológica fructíferamente asociada a los anteriores. La llantina de los editores y las pataletas de las productoras tradicionales se transmutan en brindis en los burdeles hi-tech de Palo Alto, donde jóvenes emprendedores y visionarios copulan con los amos del dinero y engendran criaturas punto com cuya supervivencia comercial depende de una parasitosis de dimensiones planetarias. Les diré, por si no se hubieran dado cuenta, que ustedes y yo formamos parte de la plaga de piojos amorrada al pellejo de las mastodónticas criaturas: Windows, E-Bay, Meetic, Facebook, Twitter, Amazon, Google, Blogger, Flickr, Youtube, Spotify y otros estandartes del bestiario virtual de Internet.

Piojos, sí, más con capacidad de raciocinio y, por tanto, piojos enamorados (qué tontería). Ejem, habida cuenta de que el parasitismo es el proceso por el que una especie amplía su capacidad de supervivencia, bien podríamos decir que la expansión parasitaria de nuestras necesidades culturales creadas pasa por explotar de manera inteligente y provechosa (léase despiadada) el medio cultural virtual.

En los títulos de crédito de su última película, Pedro Almodóvar (prestigioso empresario y también -que todo hay que decirlo- director de cine en sus ratos libres) proclama el apoyo financiero del Instituto de Crédito Oficial, de Televisión Española y Canal + España, del Instituto de Cinematografía y de las Artes Visuales, y también el aval económico de entes autonómicos como la Xunta de Galicia y la comunidad de Castilla la Mancha. Semejante arropo institucional no halla reflejo correlativo en el precio de las entradas a las salas cinematográficas ni, desde luego, en la calidad de la película, todo lo cual yo interpreto como una arenga solapada al espectador solidario de a pie para que se rasque el bolsillo por el bien del cine español, al parecer bajo mínimos económicos, a mayor gloria de la tesis económica negacionista del aforismo que reza:

“Todo necio/confunde valor y precio” 

O, dicho de otra forma, todo fracaso cultural es inversamente proporcional a la cantidad de recursos económicos invertidos. Por tanto, cualquier película, cualquier libro, cualquier canción mediocre explica su fracaso en la asignación insuficiente de medios.

Y, pensándolo bien, quizá los negacionistas tengan razón, si tenemos en cuenta que a coste cero el 99 por ciento del botín intelectual pirateado por medios ilícitos en Internet es, pura y simplemente, una mierda; no vale nada. Si hacen ustedes el favor de conectarse a http://thepiratebay.org/ que viene a ser como la Meca sueca de los piojos aventajados y le echan un vistazo al ranking de películas descargadas, se encontrarán con esto:

1º Transformers 3: El Lado Oscuro de la Luna
2º Quiero Matar a mi Jefe
3º Green Lantern (Linterna Verde)
4º Con Derecho a Roce
5º Fast and Furious 5
6º Thor

En lo que se refiere a libros electrónicos, y con la honrosa excepción de la pole position, los libros de autoayuda se llevan la palma. Les supongo avezados en la lengua de Shakespeare:

1º Porn Star Secrets of Sex: Over 100 mind-blowing tips...
2º Never Be Lied to Again: How to Get the Truth In 5 Minutes Or Less
3º How to Instantly Connect with Anyone: 96 All-New Little Tricks
4º How to Win Every Argument : The Use and Abuse of Logic...
5º Men's Fitness - 12 Minute Workout
6º The Complete Book of Questions :1001 Conversation Starters...

Claro que si bien yo opino que lo descargado tiene valor cultural igual a cero pelotero, comprendo que no todo el mundo comulgue  con mis cálculos radicales. Al decir de un informe elaborado por la siniestra Coalición de Creadores e Industrias de Contenidos (a.k.a. Lobby Feroz) la piratería de música, videojuegos, películas y libros a través de Internet costó en 2010 a la industria cultural española la friolera de 11.000 millones de Euros. Asumiendo esta mareante revelación financiera, y recordado al decapitado Lavoisier, me pregunto qué demonios habrán hecho los corsarios virtuales con tamaño botín. Desde luego me alegro de que no haya acabado engrosando las arcas de los negacionistas, que con toda seguridad se habrían fundido la pasta en utilidades marginales siempre decrecientes: en más Almodóvares o Torrentes, en el Método Dukan Ilustrado, en una secuela de los Transformers, la resurrección del finado Harry Potter u otras deslumbrantes maniobras comerciales de escasa -por no decir nula- rentabilidad cultural.

Francamente, que los empresarios y las instituciones se rasguen las vestiduras lamentándose amargamente por el gran perjuicio que estos supuestos expolios de la propiedad intelectual infligen a la sociedad me da risa. Tal vez llegue un día en que el hecho cultural sea cierto y no una filfa comercial; cuando la creación original sea una fuente de subsistencia digna para el artista y no un pretexto para que intermediarios y fantoches desfilen por mullidas alfombras rojas para recoger, entre ovaciones, flashes y risas enlatadas, galardones espurios a mayor gloria de un mundo ávido de dinero que, hoy por hoy, quebranta sistemáticamente los principios que inspiran la licencia Creative Commons cuyo logotipo pueden ustedes ver seriegrafiada -es un decir- en el margen derecho del Blog. Hasta entonces, este parásito anónimo seguirá chupando del gran saco de mierda sin remordimientos.

P.s. Tengan por seguro que si descubro el paradero de esos 11.000 millones de Euros se lo haré saber publicando una edición especial del Watiblog que, por supuesto, incluirá los correspondientes enlaces de descarga. Vayan ustedes con Dios.

A propósito de la propiedad intelectual y los fantoches, iba a regalarles una de Ramoncín, pero como en el fondo se les quiere, ahí va esta: