21 de abril de 2011

Tirrias confesables (I)

O manías, o fobias, que era lo que iba a plantar a la cabeza de esta entrada, pero una vez consultadas la Wikipedia y el Diccionario de a Real Academia me doy cuenta de que, en sentido estricto, ambos términos aluden a oscuros trastornos de la personalidad en lugar del montoncito de ojerizas coloquiales a las que quiero referirme aquí y ahora. Cada cual tiene a gala sus tirrias y esconde -o es incapaz de detectar- sus manías. Con las primeras no dudamos en exhibir convencidos ante propios y extraños nuestra personalidad singular, exótica y molona. Las segundas forman parte de ese territorio personal escabroso cuya cartografía probablemente sea evidente para cualquier observador externo y, paradójicamente, terra incognita para quien las padece.

La exhibición impúdica y desenfadada de nuestras tirrias lleva aparejado el riesgo de que propios y extraños (sobre todo, estos últimos) nos consideren un poco -o bastante- gilipollas. Qué puedo decirles, es un riesgo alto, pero asumible. Salvo Roberto Carlos y tal vez un puñado de obsesos del Facebook, no sé de nadie que quiera tener un millón de amigos (sin acuerdos comerciales con el patrocinador de turno, claro está). Por el contrario, quién no conoce a más de uno que haciendo propio el legendario lema de Isabel Pantoja no ha dudado en proclamar a los cuatro vientos “yo soy esa” (o ese), le pese a quien le pese. Porque nuestras tirrias dicen mucho, y probablemente digan bien, de nosotros.

Intento hacer inventario de las múltiples tirrias latentes que dormitan apalancadas entre los pliegues de mi conciencia a la espera de que un suceso cotidiano las arranque de su letargo para soliviantarme los ánimos y me doy cuenta de que no resulta sencillo hacer una selección representativa, pero habrá que intentarlo.

Empezaré con los diálogos de oficina prefabricados o, dicho de otro modo, por ciertos intercambios verbales huecos que por lo general suelen acontecer entre jóvenes licenciados que incomprensiblemente han decidido que lo que desean hacer en esta vida es dirigir una empresa, cuanto más grande mejor, para lo cual sus progenitores, que comprenden y respaldan las abstractas inquietudes de sus cachorros, han invertido veinte o treinta mil Euros en un Máster que al parecer los prepara para ello. Los jóvenes y acicalados emprendedores generan ingentes cantidades de antimateria comunicacional en los pasillos de las oficinas y, sobre todo, durante los encuentros profesionales fortuitos en el interior de las cabinas de los ascensores mastodónticos que horadan silenciosos, a una velocidad uniforme de diez metros por segundo, las entrañas de las corporaciones:

Nudo de corbata: “Hola
Oso de Tous: “Hola. ¿Qué tal?
Nudo de corbata: “Aquí. Bien... ¿Tú qué tal?
Oso de Tous: “Bien. ¿Mucho lío?
Nudo de corbata: “Ufff. Hasta arriba. ¿Y vosotros?
Oso de Tous: “Igual... Mucho trabajo

Arrinconado en una esquina del ascensor, he sido testigo de esta misma conversación, aunque con ligerísimas variaciones, durante más años de los que quisiera recordar. A veces me pregunto si la exposición reiterada a esta suerte de antimateria pueda producir a largo plazo efectos secundarios imprevisibles. Me sorprende, por otra parte, que los científicos del CERN no hayan concentrado esfuerzos en analizar este fenómeno capaz de producir, a coste cero, bosones Higgs para dar y tomar.

Aun a riesgo de perder Improbables Lectores (son ustedes pocos y valientes), no me queda más remedio que hacer un esfuerzo de honestidad intelectual y referirme aquí a todos aquellos que se empeñan en abrazar y defender con encono causas trilladas y facilonas. A los aficionados del Real Madrid, por poner un ejemplo: gente pleonástica que se obstina en demostrar al mundo cómo arrostran los golpes y dardos de la insultante fortuna, cómo se alzan en armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acaban con ellas. Bardos de barrio que se ufanan, desafiantes, en cantar los triunfos de su equipo multimillonario en domingos épicos de gloria y tapa de calamares, igual que podría yo vanagloriarme de los cientos de pulgones aniquilados tras un sanguinario combate escenificado en el marco incomparable de las macetas de mi terraza y, después, malherido en combate, aún me han restado fuerzas para arrancar la anilla de un cartón de leche y prepararme un café antes de la rueda de prensa.

Más allá de los pasillos de las oficinas y el tránsito silencioso de los ascensores mastodónticos, un nudo de corbata y un oso de Tous están indefectiblemente abocados a naufragar otro domingo cualquiera de gloria bajo el fragor ceremonial de una tormenta perfecta de arroz bajo las arquivoltas de una iglesia. Nuestros protagonistas, que supuestamente ya saben dirigir una empresa, aunque de momento se conformen con hacer fotocopias, armar presentaciones en PowerPoint© o lo que se les pida (todo se andará), han decidido formalizar lo suyo, para lo cual es requisito imprescindible naufragar a la manera descrita más arriba, y hundirse después en ese océano abisal de miseria cateta que son las bodas católicas de principios de siglo veintiuno. Las bodas entendidas como negocio, con cuenta abierta en los almacenes de El Corte Inglés, limusina de alquiler y luna de miel en un gueto resort tercermundista: Todo Incluido, 2Pax, cesta de flores y transporte desde y hasta el aeropuerto en microbús con aire acondicionado. Los jóvenes emprendedores, ahora también contrayentes, contribuyen al sainete ceremonial y tajan a dúo el primer trozo de tarta nupcial a golpe de espadón de atrezzo mientras un fotógrafo mercenario, a sueldo de la parroquia, los acribilla con el flash hasta el infinito. Luego podrán llevarse el espadón como recuerdo. Los amigos y parientes, incómodamente adosados codo con codo en mesas redondas infestadas de platos y cubiertos, aplauden y gritan consignas casposas. Algún invitado sin escrúpulos estéticos, amparado en el anonimato, les ha regalado una figurilla de Lladró.

Aunque no sólo de tirrias de inspiración clásica se nutre el imaginario de mis disgustos y sinsabores. La juventud (¿divino tesoro?) también aporta su granito, sin duda: Huestes de adolescentes desorientados -probablemente por el consumo indiscriminado de cannabis, cerveza, anuncios de televisión y gominolas- se afanan en emborronar con sus garabatos mugrientos muros, suelos, farolas, bancos y demás espacios urbanos. Jóvenes deficientes y empanados que aún no dominan, y probablemente nunca lleguen a dominar, el arte elemental de hacer una O con un canuto confunden por impulso artístico la pulsión animal que lleva a los perros a mearse en cualquier esquina. Chavales que dan palos de ciego en busca de su identidad y apalean inmisericordemente el entorno mientras los críticos se posicionan ante las maldades estéticas del puente de Moneo y los cubos de Calatrava o al revés, porque a mí esas son exquisiteces del alma que igual me dan; a mí lo que de verdad me jode es deambular por una ciudad podrida de pintadas sin sentido. Y el resto no es más que discusión estéril por la conveniencia de esta o aquella escobilla de diseño en la inmundicia de un retrete de campaña.

En fin, como escribía al principio no es tarea fácil, por extensa, conjurar todas esas ojerizas latentes que emergen puntualmente y me amargan transitoriamente la existencia para luego, como un herpes, desaparecer hasta nueva orden. Si sigo al pie de este Blog les prometo regresar en algún momento indeterminado del futuro imperfecto con la segunda parte de esta crónica inacabada. Hasta entonces, queden ustedes con Dios.

La copla de hoy, autoexplicativa

3 de abril de 2011

John Galliano

No conozco a John Galliano. Quiero decir que no le conozco personalmente, como es obvio. Lo de obvio, lo digo porque soy hombre con muy poco mundo en las alforjas y mucho barrio a las espaldas. Este fin de semana, que yo sepa, no he tenido la oportunidad de cruzarme con él de paseo por el Retiro ni en mis deambulares sin rumbo por Moratalaz colgado del brazo de Beatriz, mientras especulábamos sobre la primavera incipiente en los setos, arbustos y demás mobiliario vegetal humilde y baqueteado, abandonado a su suerte, que como cada año se obstina en reverdecer entre praderas de asfalto, farolas y papeleras. Supongo que a John Galliano uno no se lo encuentra más que al otro lado de la pantalla del televisor -el que tenga televisor- o, de rebote, atrapado tras el géltex reflectante de las revistas de moda que manoseamos aburridos en las consultas de notarios y dentistas. John Galliano tiene nombre de mafioso o de funambulista. Busco y encuentro sus fotografías en la Web, cientos de ellas, que repaso sin demasiado afán hasta confirmar un patrón fisiológico, ya intuido desde la primera imagen, que me permita describir someramente al individuo cuyo nombre da título a esta entrada del blog. Me sobreviene una epifanía que ahorra esfuerzos descriptivos pero me plantea interrogantes que me causan una cierta inquietud. ¿Puede alguien encarnarse a la imagen y semejanza del personaje de una historieta?  Alguna vez he oído o leído la frase: si no hubiera nacido, alguien había tenido que inventarlo. Doy fe de la simetría paradójica, porque a Galliano ya se lo habían inventado antes de nacer. ¿Se acuerdan de Rastapopoulos, el millonario archienemigo de Tintín? Busquen, comparen, y si no tienen nada mejor que hacer, será un placer intercambiar impresiones a pie de entrada. Parecidos más que razonables aparte, me abstendré de aventurar juicios estéticos por falta de fundamento, como con casi todo en esta vida. En mi descargo, diré que los cuerpazos angelicales de las modelos siempre me han impedido reflexionar serenamente sobre toda esa enjundia artística y creativa que ha elevado el mundo de la moda a la categoría de arte. Repaso sus fotografías y compruebo cómo John Galliano se obstina, una y otra vez, en lucir en carne propia sus creaciones de fantasía. Como cabía esperar, una vez despejadas las interferencias sexuales, compruebo que la interacción del afamado modisto con las hechuras y los estampados de Dior que él mismo ha diseñado deja bastante que desear, por no decir que raya en el esperpento o que le sientan como el culo, lo que ustedes prefieran. Pero, en fin, como digo, el mundo de la moda es y será un enigma para mí mientras me mole más una teta que una camiseta.

El lenguaje es impreciso y relativo. El contexto situacional es esencial para valorar adecuadamente el alcance de la comunicación porque, sin duda, aporta significado a la misma. Por favor, no se vayan (o al menos no se vayan todavía). Esta disquisición preliminar es necesaria para entender el abismo que media entre una jeringuilla y una chuta o entre un meteorismo y un pedo. El contexto, evidentemente, importa, y sin embargo parece que últimamente todos los medios de comunicación se dedican con inusitado esmero a desconocer esta verdad fundamental a la hora de regular los criterios profesionales que tienen por objeto identificar qué acontecimientos son noticia y cuáles no. El siguiente extracto de una conversación entre John Galliano y dos chustis en el bistrot parisino La Perle y su posterior repercusión mediática (hasta yo me he enterado) da buena prueba de ello:

Chusti nº 1:
I can’t believe he said that
Chusti nº 2:
It’s not good… Are you blond… Are you blond with blue eyes?
Pisaverde Galliano:
No, but I love Hitler and people like you would be dead today. Your mothers, your forefathers, would all be fucking gassed and fucking dead
Chustis (al alimón):
Oh my God!
Chusti nº 2:
Do you have a problem?
Pisaverde Galliano:
With you – you’re ugly
Chusti nº 2:
You don’t like peace? You don’t want peace in the world?
Pisaverde Galliano:
Not with people, like ugly people
Chusti nº 2:
Where are you from?
Pisaverde Galliano:
Your asshole

Aunque por supuesto no podría demostrarlo, presumo que este intercambio de impresiones (en realidad, y si se fijan, parece más una entrevista) se habrá iniciado y acalorado hasta sus últimas consecuencias por dos razones: La primera es la soberbia cogorza nacional-socialista del modisto gibraltareño, y la segunda reside en el hecho de que las chustis y sus compañeros en la mesa contigua del bistrot sabían a ciencia cierta con quién se jugaban los cuartos y, móvil en ristre, se dedicaban a explorar y recolectar con excitación morbosa (Oh my God!) las inmundicias interiores de Galliano para después traficar con ellas en cualquiera de las sucursales que los medios de comunicación mantienen permanentemente abiertas el Mercado Global de la Carroña. Nathalie Portman, entre otros muchos aludidos por activa y por pasiva, ha aprovechado la coyuntura para clavar una medalla bien visible en el cartel de sus dos últimas producciones cinematográficas, supongo que destinada a proclamar a los cuatro vientos su indignación políticamente correcta y, de paso, ver si se anima la taquilla un poco.

El caso es que el rifirrafe le ha costado a John Galliano el empleo y, lo que a mi juicio es más degradante -hay qué ver las tragaderas que tiene la gente rica y famosa- el ingreso en una clínica de rehabilitación en algún lugar de los Estados Unidos. Rehabilitación que ha de entenderse como bajada de pantalones, penitencia, humillación o acto de contrición pública que posteriormente será convenientemente envasada y etiquetada para su venta en el susodicho Mercado Global de la Carroña, por si cuela.

Cuando empecé a escribir esto, me topé por casualidad en la contraportada de un periódico con un aforismo de Ciorán, al que al principio confundí con un jugador de fútbol comentando la última derrota de su equipo, y que luego ha resultado ser un pensador de tomo y lomo, adalid del pesimismo y por ello más que bienvenido a éste mi mundo de infelicidad razonable. Bien, pues con el beneplácito de críticos, editores y público, y sin una mala queja al Defensor del Lector (6.775.235.741 de aludidos en 2009), Ciorán tira con bala expansiva y deja las rabietas etílicas de Galliano a la altura del betún: “La gente me produce asco, tengo asco hasta de mí mismo. Deseo una destrucción completa de todo lo humano, incluidos ellos e incluido yo, ya que no soy especial ni mejor que ellos. Soy una mierda más puesta en este mundo sin mi aprobación.” Coincido con ustedes en que las comparaciones son odiosas, sobre todo cuando resultan ser el fruto obvio de la extrapolación indiscriminada, pero no deben olvidar que eso es precisamente lo ha sucedido a Herr Galliano, catapultado sin quererlo ni beberlo (bueno, esto último no) hasta el Olimpo oscuro de los Malvados. Sastre de Satanás, nuestro hombre ocupa, hoy por hoy, un dudoso lugar de honor en los altares del mal junto a Galactus, Mouriño, Judas y, cómo no, Rastapopoulos.

Por favor, deslicen ahora la mirada unas líneas más arriba y observen como John Galliano, a pesar de todo, tiene un momento de gloria iluminada, de clarividencia moral que, al menos a mis ojos, le redime de todos sus pecados. “You are ugly”, le espeta en un momento dado a una o tal vez a ambas interlocutoras o -por qué no- también a sus acompañantes, dedicados mezquina y subrepticiamente a capturar con el teléfono móvil, astutamente emboscado tras una servilleta o una copa de vino, el testimonio visual una anécdota desagradable, para después llevarla diligentemente a los juzgados y los tabloides de guardia (The Sun nunca se pone) e interponer la denuncia correspondiente ante la ley y ante sus semejantes: Ugly people. Gente fea. Gente fea interconectada con un mundo de corporaciones e instituciones grotescas, ávidas de despojos, siempre dispuestas a multiplicar la carroña hasta el infinito y convidar a sus seguidores, a esa legión de adefesios, a un nuevo festín de coprofagia mediática. Gente fea que hace bueno el dicho: Somos lo que comemos. Ahora, por favor, vuelvan a deslizar la mirada unas líneas más arriba, esta vez hasta el aforismo de Ciorán y reléanlo con los ojos alcoholizados de John Galliano.


La canción de hoy, a tono con la entrada: