19 de febrero de 2011

Lluvia

Cada vez leo menos los periódicos. Cada vez escucho más música en el bunker en que se está convirtiendo mi casa, a pesar de que sea un ático. Enterrado en las alturas, sospecho entre canción y canción que ahí abajo se debe de estar librando una guerra que hace tiempo que no va conmigo. Me ha pillado medio viejo, sin televisor y con un puñado de prejuicios que han derivado en confortables convicciones sobre  las que cimentar esta vida mía irremediablemente averiada, como es natural en todo aquello que funciona veinticuatro horas al día, siete días por semana, trescientos sesenta y cinco, etc. No sé si a ustedes les sucederá, pero cuando llueve, como ahora llueve y sin embargo es de día, el estéreo suena sucio, mortecino (híbrido de “muerte” y “tocino”) se ponga lo que se ponga, las lecturas dramáticas repugnan, las cómicas no tienen gracia y los versos más certeros no son más que letra impresa en pulpa de papel reciclado. En la semipenumbra forzada por las condiciones atmosféricas, encender la luz es claudicar deshonrosamente ante la evidencia de que Dios nos ha colado por la patilla un atardecer de saldo a deshoras, de acelga hervida con patatas y zanahoria, de siesta a destiempo. El cenicero rebosa prematuramente de colillas mutiladas y cenizas blancuzcas y, por un momento iluminado, le doy la razón a Donna Summer y su coro de violines desangelados: Spring was never waiting for us dear, it ran one step ahead, as we followed in the dance; el resto no es más que  chunda-soul de finales de los setenta, mis rodillas intactas y todo por descubrir. Entramos a saco en la cacharrería de la vida como una troupe de elefantes descerebrados y triunfadores. Barra libre y tanto que romper que no podemos imaginar que un buen día el chollo se acabe. Toca pagar los platos rotos. Lo que, por cierto, me devuelve a esta mañana mediocre de sábado sin expectativas de ninguna clase. Ha parado de llover. Aunque deje de escribir esto, tengan por seguro que este elefante, confortablemente atrincherado entre sus añicos, no se irá a ninguna parte.

16 de febrero de 2011

Reciclaje

Cada vez que termino de escribir una entrada en este Watiblog me sucede lo mismo: Nunca consigo -ni de lejos- rematar el resultado a mi gusto; niquelar ese Proyecto Perfecto que de repente me sobreviene con el rollo de papel higiénico en ristre, extáticamente cautivado por ciertos culos en las escaleras del Metro de Madrid o a mitad del tercer sorbo del café de la mañana. Por desgracia, la inspiración nunca me pilla aposentado delante de las teclas del portátil, siquiera para maquetar apresuradamente un esqueleto de las tres o cuatro ideas que luego se hubieran convertido en el Proyecto Perfecto de vaya usted a saber qué, pero Proyecto Perfecto a fin de cuentas. Tiro de la cadena, los culos gloriosos me dan esquinazo o arrojo el vasito de poliestireno a la papelera. Y mi vida continua. Una vida que, como todas las vidas, se empeña en fluir inexorablemente como un río o como una cloaca, según se mire, y el bañista -o sea, yo- llega otra vez mojado a su casa con su Perfecto Proyecto perfectamente empapuzado de contingencias irrelevantes. Prostituido, emborronado, arrugado, irreconocible al cabo de un día largo y jodido en el que, como de costumbre, no ha sucedido nada que no hubiera sucedido ya en otro río o en otra cloaca similar, aunque no idéntica. No idéntica, porque supongo que ahí reside precisamente la sutil diferencia entre un martes de duelos y un miércoles de quebrantos.

Enciendo el ordenador e intento restaurar mi malogrado Proyecto Perfecto al trasluz del cátodo blanco. Lo repienso panza arriba, lo revuelvo del revés, lo remezclo con cualquier banda sonora, lo rememoro y me lo replanteo. Me doy cuenta de que llevo más de una hora transitando por la cloaca y que la cosa no tiene arreglo. Tal como éramos, tal vez fuimos, pero ya no somos, y yo me cago en el devenir y en el sudario blanco e inmaculado, tamaño A4, del procesador de textos; un sudario a la espera del muerto aún por llegar. Si desenfoco la mirada, puedo intuir los contornos mi reflejo desvaído superpuesto sobre la pantalla desplegada del portátil. La frustración deja paso al aburrimiento, el aburrimiento, a una lata de cerveza; la lata, a un cigarro, el cigarro a un viaje a la nevera, acaso una escala técnica en el mueble de los compactos y, después, el eterno retorno a la silla de oficina azul y al reflejo desenfocado, al ensimismamiento y a la pregunta trascendente del millón: Por qué coño hago esto.

Sé que no quiero o no puedo o, mejor dicho, no debo intentar buscar respuestas, principalmente porque, aunque resulte tentador, no deseo conocerme a mí mismo más de lo estrictamente necesario para ir tirando de un día para otro; no vaya a ser que no me caiga bien y parda la hayamos liado. Y paso palabra.

Llegados a este punto mis escasos e improbables -si bien avispados- lectores ya se habrán dado cuenta de que este revuelto de consideraciones variopintas que hoy les ofrezco no son más que los duelos y quebrantos de otro Proyecto Perfecto que se me ahogó río (o cloaca) arriba, y que no he tenido más remedio que reciclar como buenamente he podido, haciendo, como tal vez debieran decir por ahí, de tripas digestión. Monstruo de mi propio laberinto, a veces me veo incapaz de sostener la imaginación con ideas vivas y, llegado el caso, me contento con sobrevivir depredando los cadáveres de mis propios proyectos muertos; serpas cuius caudeam devorabit (hay que ver los latinajos con los que se tropieza uno en Internet). Las letras recicladas o, si prefieren, regurgitadas, tienen una consistencia mustia, viscosa y el sabor agrio de un yogur pasado de fecha. Decididamente, son poco aptas para el consumo del ojo lector que las procesa con la sana intención de pasar un rato atolondrado, una tarde cualquiera de febrero, antes de meterse en faena con las arduas tareas de recomponer fragmentos de identidad dispersa en Facebook.

Y ya, por fin, termino, en la esperanza de haber reciclado convenientemente este batiburrillo de palabras que de otra forma habría obturado irremediablemente los raquíticos canales de comunicación que, hoy por hoy, fluyen entre quien esto les escribe y los que viven, respiran y leen esto, fuera de la caverna. Como de costumbre, me sobran, exactamente, veintinueve letras. Pero eso es otra historia.

La canción de hoy está dedicada, con retraso, al lector improbable que amablemente me sugirió la temática de esta entrada, amén de mostrarme la plausibilidad culinaria de una tortilla de patata.

3 de febrero de 2011

Etiquetas

Como un tumor blanco y alargado las etiquetas evolucionan, conforme las prendas de vestir se replican a si mismas; idénticas, por millones, en una especie de simbiosis malévola dentro de un ecosistema industrial capitalista cada vez más complejo, maquiavélico, y, por qué no, casi perfecto. La perfección es amoral.

La Unión Europea también crece, y las etiquetas tumorales se hipertrofian y se pudren de leyendas prescindibles que hablan la misma inutilidad en siete lenguas oficiales además de urdú, turco, ruso o chino. No hay un francés con tres brazos ni, que yo sepa, existe el rumano bicéfalo ni la holandesa multimamaria. Igual que los cuerpos que las habitarán, las prendas de vestir están condenadas a la servidumbre forzosa del copyright de Dios, todos los derechos reservados.

Aunque existan seres humanos incombustibles (pensemos en Chuck Norris), el hombre no es una criatura ignífuga. Así de simple. A los objetos que nos rodean les sucede exactamente lo mismo. No hace falta comprender en profundidad el conjunto de procesos físico-químicos inherentes a la combustión para deducir que la brasa de un cigarrillo en contacto incidental con el algodón pakistaní de una camiseta adquirida en la ropería de Zara resultará en un agujero de contornos irregulares y renegridos que, por cierto, no podremos aprovechar para orear un palpo articulado que anduviera enroscadito debajo de la axila, por esas cosas del copyright divino. Sin embargo, los fabricantes de ropa o los fabricantes de reglamentos o los fabricantes institucionales del miedo o todos ellos a la vez, se confabulan para advertirnos, en un portentoso ejercicio de lingüística comparada a lo largo de dos eternos centímetros de etiqueta impresa en caracteres rojos de que la camiseta tercermundista, si arde, se quema: Keep away from fire, tenir éloigne du feu,  mantener lejos del fuego, tenere lontano dal fuoco, von feurer femhalten, verwijderd houden van vuur, manter afastado do fogo, trzymać z dala od ognia, tüztöl tavol tartandó, Сохранить вдали от пожара, a se feri de foc, nepribiližujte k otvorenému ohňu, håll borta frå eld, atesten uzak tutun, 远离火, يبقى بعيدا عن اطلاق النار,

Al contrario que el palpo imaginado, la etiqueta acabará enquistada, arrugada e inédita en algún rincón de la tela, al pie del monte de Venus o en los límites de la cordillera cervical, con sus jeroglíficos extraños de aspas, círculos y triángulos superpuestos, testimoniales de un mundo  pulcro plagado de planchas, lavadoras, barreños, detergentes y secadoras.

No soporto verlas desbordando las fronteras de la ropa, costuradas a las entretelas, apasquinadas al socaire de los tacones de los zapatos y, sobre todo, cuando se obstinan en privar de erotismos merecidos a sutiles sostenes, bragas breves y lycras de segunda piel.

Una noche amputé insensatamente una que campaba al otro lado del escote sudoroso de una mujer. Al calor de los focos y los decibelios atronadores aún alcancé a ver, con la etiqueta atrapada entre los dientes, cómo me miraba, entre divertida y atónita, mientras retrocedía para confundirse irremediablemente en la vorágine de cuerpos en movimiento.

- Chico, ¿me la devuelves?

La mujer sonreía al tiempo que me tendía la mano tentativamente mientras con la otra se ceñía a la cintura el abrigo desabotonado. Hacía frío y yo estaba apoyado contra la pared de la calle, unos metros más allá del portón de la discoteca. Su perfume se mezclaba incongruentemente con el aire seco de la madrugada y el sabor agrio de la mixtura de vómito, tabaco y saliva reseca que se me había instalado en la boca. Rebusqué un rato entre los bolsillos hasta que finalmente di con el pedazo de tela cercenada. Se lo dejé en la palma aún tendida, tibia al contacto de mis dedos. Tosí. Mierda de pulmones.

- ¿Cómo te llamas?

- Teresa. ¿Y tú?

- Lo siento. Las etiquetas me sacan de quicio. Diego.

Volví a toser. Ahora el que tendía la mano era yo, buscando en la suya una tregua para el desamparo culpable de otra noche de borrachera sin sentido. Buscando retenerla, aunque fuera sólo un momento.

- ¿Estás bien, chico?

- No. Y perdona que no te suelte. La verdad, preferiría no hacerlo.

Aquella madrugada me dormí aferrado a su cuerpo, la cabeza naufragada entre su pelo y los restos dulzones del perfume, al cabo de un polvo breve y desangelado. Tampoco solté las bragas de Teresa, unas bragas que nunca regresó a recoger, que nunca lavé, y que aún guardo en un cajón del armario, revueltas entre mis calcetines y la ropa interior.

Esta noche opto por desempolvar un tema de 1990 perpetrado por otro Ser Incombustible: Iggy Pop, también conocido (por motivos obvios) como la Iguana de Memphis