24 de diciembre de 2010

Navidad

A los estimados e improbables lectores,
la redacción (unipersonal) de este
torpe Watiblog les desea, naturalmente,



Feliz Navidad


Se recomienda encarecidamente pulsar el enlace
si deseán aderezar esta entrada con un puntito
de alegría latino-canalla. Y a gozar. Con todos ustedes:

22 de diciembre de 2010

Tatus

Me cuesta mucho explicar la extraña desazón que me produce ver la carne tatuada. O tal vez lo que me cause angustia sea, en realidad, contemplar un cuerpo inútilmente profanado, infiltrado de colores eternamente comatosos, moribundos. No hay azul más triste que el azul de un tatuaje.

Hay algo sutilmente obsceno, inequívocamente feo, que se superpone a la excelencia artística del tatuaje desde el momento en que éste queda irremediablemente serigrafiado en la piel humana. A diferencia del lienzo, la madera o la piedra, la materia viva no es soporte adecuado para comunicar una experiencia estética. Sin embargo, y a lo que parece, existen cientos de miles de personas que, ignorantes de esta Primera Gran Verdad, se empeñan en profanar sin remedio ingles, pescuezos, pechos, antebrazos, tobillos, culos y demás topónimos de la geografía corporal humana.

No se preocupen, amables (e improbables) lectores, que no voy a dejar de referirme aquí al valor simbólico implícito en cualquier tatuaje como elemento atenuante -que no eximente- de esa especie de fiebre por el grafitti corporal que, desde el poligonero suburbial hasta el becado universitario en la multinacional de coca, corbata y conference call, está devastando de unos años a esta parte el amplio y variopinto ecosistema de la juventud española. Y es que el tatuaje encierra una Segunda Gran Verdad que se sintetiza -y me van a perdonar el perogrullo- en que detrás de la tinta siempre hay un motivo. Pero ¿qué motivo? En mi opinión, todo aquel que en un momento dado opta por inocular bajo la superficie del cuerpo pigmentos indelebles con diseños, mensajes, caligrafías o, por ejemplo, un busto de Mao Tse Tung (no sé por qué se me ha venido a la cabeza el brazo derecho de Mike Tyson) lo hace impelido por una revelación mística, una epifanía incontestable o, en otras palabras, un arrebato de debilidad mental que le lleva a confundir el presente continuo con el futuro perfecto. No digo que a mí no me haya sucedido; quienes me conocen son perfectamente conscientes de -a la par que condescendientes con- mi proverbial retraso mental de quince (o tal vez veinte) años respecto de lo esperable de cualquier varón caucasiano de similar edad y condición a la mía. He abrazado, y confieso que aún abrazo, y con fervor, causas descerebradas, hábitos inútiles y quimeras vulgarzonas. Este blog, por ejemplo. ¿Qué coño hago yo escribiendo un blog a estas alturas?

En fin, es ley de vida que de los errores se aprende, y el derecho al borrón y cuenta nueva debiera incorporarse como un inciso al artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hasta un imbécil como yo aún puede rectificar y mandar el Watiblog a tomar por culo, compararse un adosado en Torrelodones con chimenea y televisor plano de serie, casarse en régimen de gananciales y adoptar un niño chino (o procrear, si aún se tercia). En definitiva, puedo darle un gusto a mis padres y convertirme, por fin, en ese hombre de provecho al que se le presume el valor, la hipoteca y el monovolumen. Y aunque estoy a tiempo de flaquear por todo eso, lo cierto es que prefiero perseverar en esta extraña forma de vida ciega que me ha tocado en suerte. Pero ¿y mañana? Lo que haga mañana está por ver; no hay naves ni puentes quemados ni puertas cerradas; tal vez sólo ilusiones marchitas.

En una especie de salto de fe generacional, los tatuados de nuevo cuño (toma ya) se comprometen para siempre con una ilusión barata en alas de un romanticismo visceral y analfabeto: Cuántos tarados tatuados han arrojado miserablemente por la borda su derecho fundamental de decir digo donde dije Diego. Por amor de Dios, cuántos latinajos sin sentido, cuántos números sin cábala, cuántos coleópteros deformes, cuántos tribales orgullosos que en realidad no son más que vulgares derrapes de neumático en la piel, cuántas devociones eternas de temporada, cuántas hadas y gnomos de saldo, cuántos pictogramas de todo a cien... De aquí a veinte años vaticino un mundo habitado por un sinnúmero de hombres y mujeres resignados a portar en sus cuerpos pecados de juventud expiados tiempo atrás, pero que la tinta inmortal no olvida ni tampoco perdona.

[Y la canción de hoy. Por favor, escuchen con detenimiento la desgarradora historia que nos regala doña Concha disfrazada de magnífica copla (la historia, no doña Concha) que, sin duda, les compensará por los sinsabores padecidos en la lectura de este texto infumable. Son cuatro minutos pero, vive Dios, merece la pena]

12 de diciembre de 2010

After Hours

Regreso a casa un sábado de buena mañana -quiero decir, alrededor de las nueve de la mañana- sorprendido por la normalidad de lo cotidiano, como sólo puede sorprenderse el propietario de un cerebro ralentizado por los efectos secundarios de la nicotina, el alcohol y la impronta de otras sustancias tóxicas espurias (por ilegales). La luz del sol evidencia lo real en toda su incongruencia: el tráfico rodado, los semáforos, las vidrieras ahumadas de los rascacielos, la mediana edad de los viandantes. Al volante del Peugeot, me esfuerzo por reubicar mi cartografía mental interior desarbolada por las ofertas, escaparates, kioscos, superficies comerciales y cartelones publicitarios mastodónticos que flanquean los espacios abiertos del Paseo de la Castellana. El silencio en el interior hermético del coche contrasta con el incómodo zumbido que me reverbera en los oídos. Tengo sueño, estoy borracho en el sentido estricto del artículo 379 del Código Penal y, francamente, me cuesta reconciliarme con un mundo sin iluminación estroboscópica ni vasos largos con hielo con tres dedos de lo que sea ni wáteres absolutamente encharcados (salvo el altiplano de la cisterna, preservado solidariamente de humedades por la clientela para ciertas moliendas recurrentes) ni camareras sexuales a la par que displicentes con tipos alienados (y alineados) como yo.

   Me detengo en un semáforo en la encrucijada con Raimundo Fernández Villaverde, en el lateral del Paseo de la Castellana. A mi derecha escucho primero y después observo a un grupo de siete u ocho mujeres jóvenes que discuten o tal vez simplemente charlan animadamente bajo la marquesina del autobús. El revuelo de voces atipladas me alcanza como un murmullo indistinto a través de las ventanillas cerradas del coche. Por su aspecto deduzco rápidamente que se trata de nativas supervivientes de alguna de las discotecas latinas de la zona de Azca: tacones afilados, culos altos embutidos en pantalones satinados de colores llamativos, rastas, bisutería de alto voltaje, faldas abreviadas colindantes con superficies reservadas a la intimidad de las bragas, bustos en escarpa... Me concentro en la luz roja del semáforo, no obstante lo cual la visión periférica me informa vagamente de que una de las chicas se ha separado del grupo y atraviesa la calzada con paso decidido.

    La visión periférica continua informándome con escasa concisión de que alguien acaba de abrir la puerta derecha del coche. El semáforo sigue incomprensiblemente en rojo y yo acabo de entrar en cortocircuito. Cuando finalmente consigo reaccionar, una mujer de piel café con leche y rasgos nilóticos acaba de hacerse fuerte en el asiento del copiloto. Lo primero que me llama la atención es que no se ha puesto el cinturón de seguridad. Lo segundo, sus aretes plateados y la trama de venas delicadas que resalta la tersura quirúrgica de su escote ilimitado. No puedo seguir evaluando porque la nubia me espeta con voz chillona una retahíla de palabras de las que alcanzo a entender, primero “¿quieres?”, y después “¿fohiah?” y luego “¡famoss tú y yo!”, y después “fohiah, cariño”. Vuelvo a entrar en cortocircuito, aunque esta vez mi brazo derecho cobra vida propia y como un resorte ciego se abalanza en búsqueda el tirador de la puerta del copiloto que consigue abrir a pesar de que el cinto de seguridad dificulta considerablemente la maniobra. “Fuera del coche” creo que alcanzo a decir. Por toda respuesta ella vuelve a cerrar la puerta y lo que sigue a continuación es un acalorado forcejeo entre la furcia egipcia y yo por el control del sector este del Peugeot. “Que te salgas del coche ya, joder”. Un portazo contundente pone fin a la pequeña escaramuza y el coche vuelve a quedar en silencio casi al tiempo en que la luz del semáforo se torna verde. Al arrancar, desvío por un momento la mirada hacia el grupo de la marquesina y me pregunto adónde irá todo ese granel de fulanas y si tomarán todas el mismo autobús.

    A las nueve de la mañana el Paseo de la Castellana despliega un panorama de espacios luminosos, fuentes, palacetes restaurados, edificios oficiales y urbanismo obvio, de tiralíneas, que no sintoniza en absoluto con la tiniebla ni el desorden moral enrevesado en que me hallo sumido mientras conduzco. Decido que es absurdo mantener el silencio y pregunto “¿Cómo te llamas?” Mientras rebusca en su bolso responde “miamo Amelia, cariño”.

Amelia tritura un pellizco de cocaína sobre el espejito que finalmente ha extraído del bolso y después esculpe con destreza dos caballones paralelos de polvo blanco.


La canción de hoy, muy ad hoc. Yessir, very ad hoc.
Se les quiere.

6 de diciembre de 2010

Carta a Iris Yamileth

En Madrid, a siete de diciembre de dos mil diez.

Hola, Iris. Te escribo desde España, al otro lado del mar, desde muy lejos. Si tuviera que llevarte yo mismo esta carta esto es lo que haría:  Primero, metería mis cosas de viaje en una maleta pequeña o, mejor, en una mochila pequeña en la que guardaría dos pantalones (uno corto y uno largo), cuatro camisetas, el cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar, un impermeable, ropa interior, dos pares de calcetines, el bañador, una gorra de béisbol y unas sandalias de repuesto. Seguro que se me olvida algo, pero así son las cosas cuando viajas. Luego descubres que lo olvidado, en realidad, no hacía tanta falta; e incluso te das cuenta de que llevas más cosas de las que necesitas.

Volviéndolo a pensar,  creo que también me llevaría un libro, que no ocupa demasiado espacio en la mochila. Entre sus páginas, aprovecharía para guardar tu fotografía (la única que tengo), una muy pequeña en la que llevas una toga y un birrete azul, de esas que os hacéis en el colegio. Cuando digo birrete, me refiero a ese sombrero con una extraña plataforma cuadrada encima que, por suerte, no tenéis que llevar a diario en la escuela, porque ya me contarás para qué sirve. Yo también me puse uno, uno negro que me prestaron para la ocasión, cuando me gradué en la universidad, hace ya unos cuantos años. Por tus cartas veo que ya escribes muy bien, debes de ser una niña muy lista, y seguro que algún día no muy lejano no tendrás más remedio que ponerte otro y mandarme otra fotografía con una nota que diga algo así como Antonio, que sepas que ya he terminado de estudiar todo lo que tenía que estudiar y ahora seguiré aprendiendo cosas por mi cuenta. Eso me alegraría mucho.

El caso es que con la mochila sin las cosas olvidadas, pero ahora con el libro y tu fotografía dentro, tomaría un tren hasta la costa, lo que me llevaría seguramente tres o cuatro horas, porque si miras en un mapa, Madrid -yo  vivo en Madrid- está muy dentro de España, casi en el centro, y el mar queda lejos, a unos cuatrocientos kilómetros. Después, un barco que me llevase hasta Puerto Cortés o La Ceiba. Eso son ocho mil kilómetros más, y ahí me sería útil la maquinilla de afeitar pues sin ella probablemente pisaría tierra con una barba como la de Hernán Cortés, que creo que fue el primero  en descubrir tu país, cuando no había maquinillas de afeitar ni mochilas ni cepillos de dientes ni nada parecido. Por cierto, que acabo de mirar cuadros antiguos del viejo Cortés y he visto que en casi todas sus conquistas lucía una abundante melena y debo decir que este no es mi caso. Todo lo contrario, yo soy más bien calvo, y suelo raparme cada semana los pocos pelos que se empeñan en asomar por los lados de la cabeza. Es cómodo, porque así no tengo que preocuparme de comprar champú en el supermercado pero, por otra parte, necesito llevar un gorro de lana en invierno para no resfriarme y en verano una gorra de béisbol para no achicharrarme la cabeza, y de ahí que sea una de las primeras cosas en las que piense cada vez que tengo que hacer la maleta para salir de viaje.  Sobre todo, si tuviera que ir a Honduras porque allí, por lo que he visto, hace mucho calor, ¿no? Hoy mismo, nada menos que treinta y cuatro grados. ¡Treinta y cuatro grados! Aquí, a estas alturas del año, tenemos que conformarnos con treinta grados menos, osea,  con unos miserables cuatro grados, qué le vamos a hacer.  Cuantos menos grados, más ropa: Botas,  calcetines gruesos, camiseta, camisa, suéter, bufanda, gorro y un buen abrigo; todo muy aparatoso y, desde luego, no cabría en una mochila pequeña. No me gusta el invierno, pasar el día encerrado en casa con la calefacción puesta mirando el televisor no es, precisamente, mi plato favorito; prefiero pasear, ver gente y, sobre todo, tomarme algo y leer el periódico o algún libro sentado en las mesas que los dueños de los bares sacan a las aceras de la  ciudad cuando el tiempo acompaña. Pero aún quedan unos cuantos meses para eso, así que no me queda más que resignarme, por lo menos hasta que llegue el mes de mayo.

Así que tú y yo estamos muy lejos y, pienso, llevamos vidas muy distintas. Yo trabajo en un rascacielos blanco, todo el día sentado, pensando, con un ordenador portátil, un teléfono y muchos papeles revueltos que en ocasiones me dan dolor de cabeza; unas veces es el ordenador, otras el teléfono y cuando no, son los papeles desordenados, aunque suelen ser los tres a la vez. Pienso que me gustaría llevar una gorra especial para eso (aunque fuera un birrete), pero por desgracia aún no la han inventado. Me gusta moverme o, lo que es lo mismo, no me gusta estar quieto así que cada dos por tres bostezo, estiro los brazos, me revuelvo en la silla y, en cuanto puedo, me levanto  y me acerco a la ventana, desde la que se ven otros rascacielos, algunos con grandes letreros que se iluminan cuando llega la noche. Mucho más lejos alcanzo a ver las montañas de piedra gris, que siempre me han parecido feas, incluso ahora, que están un poco cubiertas de nieve.

He decidido enviarte esto porque creo que tienes razón; no está bien que tu hermana Yeimi reciba cartas y a ti no te lleguen noticias mías, como si no hubiera nadie aquí que se alegrase de lo bien que escribes. Pues lo hay. Ya te lo dije al principio de esta carta y debo repetirlo: lo haces estupendamente y, aunque no te lo creas, casi mejor que yo, que soy zurdo y siempre me ha costado horrores agarrar el lápiz correctamente para poner una letra detrás de otra y que después se entendiera algo de lo que había escrito. Imagínate algo así como un oso perezoso (perezocito, creo que le llamáis allí) garabateando trabajosamente palabras con la zarpa izquierda. Por suerte, un día decidí apuntarme a una academia de mecanografía donde aprendí a escribir utilizando los diez dedos en lugar de la pezuña y en un par de meses, cada dedo a su letra, menos los pulgares que supongo que por ser los dedos más fuertes son los encargados de arrearle un empellón a cada palabra terminada y colocarla en su sitio, apartada de la anterior. Te cuento todo esto para que no te resulte extraño recibir una carta mecanografiada en lugar de otra manuscrita por Antonio, alias Zarpa Zurda.

Hay un problema, y es que no sé cómo diablos voy a arreglármelas para sacar esta carta del ordenador y hacer que llegue, pero seguro que tiene solución. Desde aquí hasta Honduras (los primeros ocho mil kilómetros, parece mentira) va a ser cosa fácil: comprimida como una especie de pelotilla electrónica, viajará a la velocidad del estornudo, pero una vez allí necesitaré que alguien desempaquete las letras y las coloque tal cual te las he escrito en una hoja de papel. Si en la escuela te han hablado de Internet, seguramente que sabrás lo que es una impresora y si no, pregúntale a tus maestros, que ellos te explicarán. Desde ahí, cómo llegue la carta hasta tu escuela va a ser un misterio. Cuando leas estas letras, acuérdate de darle las gracias en mi nombre (Zarpa Zurda, por supuesto) tanto al dueño de la impresora como a quien se haya tomado la molestia de acercártela hasta José Trinidad Reyes.

Sin más por el momento, recibe dos besos (uno por mejilla) y un abrazo (medio por cada brazo). Escribe pronto.


Antonio



[Sin olvidar que esto es un blog, a veces se hibrida un poco más con la realidad. Si alguno de ustedes, improbables lectores, tuviera el amalucado impulso de apadrinar a un niño por poco más de lo que cuestan tres cañas y unos pinchos de tortilla, no tienen más que hacer unos cuantos click en:


Les garantizo que el descalabro en su cuenta bancaria va a ser, francamente, inapreciable (sobre todo si no se empecinan en puntear los extractos).]


Y la canción de hoy, vaya por los amalucados impulsivos:


Que la disfruten.