27 de noviembre de 2010

Misterios de Ciencia-Micción


A estas alturas, aún me quedan misterios por resolver. No me refiero, por supuesto, a los grandes misterios de la vida: quiénes somos, a dónde vamos, de dónde venimos y sus variantes eruditas planteadas por filósofos, curas y tertulianos de Sálvame. Cuando se trata de dar respuestas, sospecho que cada cual hace de su capa un sayo, agarra el mundo por los cuernos y acaba justificando su existencia como buenamente puede: Yo soy yo y mi nómina, me encamino sin prisa pero sin pausa hacia otro fin de mes y vengo de vuelta de todo. El resto es un tupido velo y, detrás, tinieblas e incertidumbres innecesarias, por contraproducentes, para ir tirando. Bendita ignorancia, que nos hace libres.

Dejo, pues, las cuestiones trascendentales a un lado y ruego, por tanto, a los improbables lectores rebajen sustancialmente sus expectativas y se apresten, una vez más, a quedar defraudados por la escasa enjundia de las líneas por venir.

El enigma que me ocupa es de aquellos cuya explicación exige, creo yo, grandes dosis de empatía, a la par que un profundo conocimiento del universo femenino. Yo carezco de ambos y, por contra, poseo amor propio o dignidad masculina en cantidad suficiente como para haber soslayado la cuestión cuando las circunstancias me han brindado la oportunidad -y han sido unas cuantas- de arrojar luz sobre esta escabrosa cuestión.

El water, la Wikipedia dixit, es un elemento sanitario utilizado para recoger y evacuar los excrementos humanos. Consta, entre otros elementos de una «taza» que suele poseer una tapadera doble abatible, cuyo elemento inferior sirve de asiento. Dicho lo cual, contamos con elementos descriptivos suficientes como para adentrarnos en el meollo del enigma, que reside en la equívoca dualidad de la tapadera y las distintas interpretaciones que propicia la movilidad articulada de ambas piezas.

La consigna universal, la ley no escrita pero de sobra conocida, asumida e interiorizada (¡casi un imperativo moral!) por el contingente social fiel a los protocolos y las manifestaciones de lo políticamente correcto resulta ser: “Baja la tapadera”; en especial, y por ejemplo, cuando se trata de usar el inodoro en la vivienda particular de una mujer a propósito de un guateque. Va de suyo que la anfitriona no va conminar a sus invitados a evitar infaustos pedos en la pista de baile improvisada, generalmente en el salón, o a abstenerse de plantar mocos mercenarios bajo la tapicería de las sillas o entre las costuras del sofá. Se trata en estos casos, huelga decirlo, de conductas manifiestamente reprobables de insospechado potencial vindicativo para pretendientes despechados, invitados subversivos, amistades rencorosas y demás desquites en el anonimato.

Pero ¿qué significa exactamente bajar la tapadera? Supongamos que se trata de desplazar ambas piezas -tapa y asiento- simultáneamente hasta clausurar el water en la más pura y tradicional lógica pandoriana. La metáfora salta a la vista, y no es difícil asimilar el séptico contenedor de loza con la legendaria caja cuyo nefasto contenido era capaz de contaminar el mundo de desgracias. Sin embargo, por muy ilustrativa o didáctica que pueda resultar esta tesis, además de formalmente impecable, la simple motivación cultural no ofrece una explicación mínimamente satisfactoria a algo cuya solución, sin duda, ha de residir en el terreno de la especulación práctica.

Descarto también aquí lo que podríamos denominar la Tesis Hermética, tanto por la notoria falta de estanqueidad de la pieza doble como por el hecho de que esos mefíticos efluvios capaces de contaminar el mundo de desgracias, inevitablemente (teoría cinética de los gases), invaden el recinto a priori, abortando cualquier tentativa posterior de contención.

La reflexión lógica me lleva a conclusiones diametralmente opuestas: Lo pertinente en estos casos sería precisamente dejar la tapa levantada, y no al contrario, si asumimos los planteamientos implícitos en la Hipótesis del Menor Riesgo, que me dispongo a exponer a continuación:

En primer lugar identificar el riesgo, de naturaleza estructural, consistente en la desagradable posibilidad de enfrentar a culo descubierto salpicaduras de orina fuera de control e incluso, en momentos álgidos de la fiesta, residuos regurgitados. O una combinación de ambos.

Sin demorarme en más explicaciones, me limitaré a decir que la siniestralidad por exposición directa al riesgo así entendido afecta en su gran mayoría a los traseros de las mujeres (excepción hecha de las que descargan en modalidad powerlifting), lo que explicaría cabalmente tanto la consigna de genero como la escasa concienciación de los varones que, por su constitución natural, cuentan con la indudable ventaja de la micción a distancia o telemicción, y una lógica inclinación a relativizar la importancia estratégica de la posición del elemento inferior de la tapadera.

Resulta cuanto menos sorprendente que, a la vista de la proverbial dejadez masculina en estas cuestiones, las mujeres encuentren razones para insistir en que la susodicha tapadera permanezca bajada y no todo lo contrario; osea, subida. Coincidirán conmigo en que en este último caso las posibilidades de una sentada en seco se incrementarían considerablemente, lo que a mi juicio viene a avalar de forma incontestable la Hipótesis del Menor Riesgo. Q.E.D.

En muchas ocasiones, el mero transcurrir del tiempo acaba, tarde o temprano, desvelando cuestiones tan trascendentales como el sabor de una teta o la mecánica de un tampón, previamente inéditas en la experiencia del individuo imberbe, pero cuyo conocimiento se le supone so pena de que éste se revele ante sus semejantes como un perfecto pardillo. Por suerte, como digo, la vida ya se encarga de echarnos (si bien discretamente) un capote que termina de una vez por todas con un sinfín de angustias y simulaciones embarazosas mediante un prodigioso mecanismo en el que es, contra todo pronóstico, la realidad la que termina acomodándose a la fantasmada en lugar de ponerla en evidencia.

No así en este caso.

Comprendan que a mis años no tenga ya fuerzas (ni amigas pacientes y comprensivas) para abordar el debate de una cuestión que, por no resuelta, quedará sepultada en mi particular panteón de los misterios cotidianos.



[La canción de hoy la firma Tom Waits, un tipo al que seguramente (como a la mayoría de ustedes) le importa un carajo dónde y cómo mee cada quien]


Hasta pronto.

16 de noviembre de 2010

Mirada


Helena es una mujer de costumbres. Se levanta a las siete y treinta minutos de la mañana, ni uno más ni uno menos, y se acomoda con una goma de pelo la masa de rizos desordenados a la manera griega. Fuera aún es de noche, pero en el interior de los bloques de apartamentos las ventanas comienzan paulatinamente a cobrar vida, anticipándose al amanecer en el anuncio de una nueva jornada.

Helena trastea por la habitación recién iluminada, tal vez emparejando unas zapatillas desubicadas al pie de la cama, o recomponiendo el desorden en la mesilla de noche. Sacude el edredón con violencia calculada hasta que éste se posa lánguido e impreciso en los linderos del colchón, aún tibio de sueños. El arco de su espalda es bello y perfecto.

Torpe y descalza, Helena se desvanece en la penumbra del pasillo y su cuerpo, desnudo y breve, se reviste con los ropajes agónicos del deseo en la imaginación. Al cabo de unos segundos, su silueta reaparece fugazmente en el umbral de otra habitación. Después queda el dormitorio inerte tras el marco de la ventana. Son las siete y treinta y cinco minutos.

En el exterior todo sigue oscuro y la temperatura es áspera, invernal. Abajo, en la calle, el tráfico fluye aún escaso y el pasar intermitente de los coches matiza el silencio de la ciudad dormida.

Helena reaparece envuelta en un batín satinado de color azul oscuro, coronada con una toalla de baño. Como cada mañana, alcanza el teléfono móvil y se lo acomoda con naturalidad entre el hombro y la cabeza ladeada mientras se desplaza del dormitorio a la habitación contigua y luego regresa, ensimismada en la conversación, recolocando al azar objetos aquí y allá, en una especie de ritual doméstico intrascendente. Los pliegues del batín, ceñido sin demasiado empeño, apenas excusan su vientre liso y airean a capricho el pecho en sus idas y venidas por el apartamento. Helena se detiene por un momento junto a la ventana del dormitorio y da por concluida la conferencia frente a su propio reflejo en el cristal. Su rostro resulta pequeño y escueto en todas sus facciones. Los ojos redondeados y poco vivaces confieren al conjunto una expresión de tristeza o de fracaso permanente, y no resulta fácil imaginar en su cara una sonrisa radiante, o la violencia de un orgasmo.

Ahora, de espaldas a la ventana, se despoja del batín y la toalla. Liberados, los rizos se desploman húmedos sobre sus hombros. Desliza los brazos entre los tirantes y con destreza rutinaria traba los corchetes del sostén. Apenas tapada por las hechuras delicadas del sujetador, Helena compone una figura involuntariamente obscena en el contraste brutal con la suave curvatura de las caderas desnudas y la sombra breve de un pubis escueto, probablemente recortado con esmero en la intimidad del aseo.

Del cajón de una cómoda extrae un par de bragas de licra que esta mañana resultan ser azules, y que no guardan relación alguna con el estampado del sujetador. De nuevo desaparece al fondo del pasillo. Las siete y cincuenta y dos minutos.

Cuando vuelve al dormitorio vestida de oficina, ya he dejado los prismáticos en su funda dentro de un cajón y el anorak en el armario, colgado de una percha. Más allá de la terraza, la luz grisácea del amanecer tiñe de realidad prosaica las calles y los edificios circundantes mientras huelo y espero a que la cafetera bombee con espasmos irregulares la savia oscura del primer café de la mañana.



[Por supuesto, la canción de hoy, para deleite de mis pacientes y sufridos (e improbables) lectores, propicia y justifica pasiones extrañas]

7 de noviembre de 2010

La Caída

Diego Forlán lleva dieciséis partidos sin marcar. Los periodistas deportivos achacan la sequía goleadora al agotamiento después del Mundial, pero yo creo que es por esa especie de peineta con la que se acomoda las guedejas uruguayas, que da mal fario. Pienso esto a propósito de mis deficiencias imaginarias e intento hallar una excusa fuera de mí que me evite el entonar el mea culpa por la ausencia de ideas estupendas que me permitirían sacar adelante con dignidad este blog anónimo en el que me he embarcado hace ya tres meses. Así que aquí y ahora escribo desde el banquillo de los suplentes, y me limito a sobrellevar la tediosa rutina de los entrenamientos con palabras, a la espera de que la musa (esa especie de mister, en mi caso, de los escritores de tercera regional) me devuelva la titularidad perdida hace ya dos o tres días. O a lo mejor es que he dicho ya todo lo que tenía -o podía- decir. Lo cierto es que cada click en el botón “publicar” es un salto al vacío, caída libre y aceleración uniforme entre tinieblas hasta que, en un momento dado,  aterrizo como puedo sobre, por ejemplo, un chino y una patata, aeródromo improvisado donde los haya.

Pero ahora, ni eso, así que me resigno a esta especie de barrena sin control que me ha tocado en suerte e intento agarrarme a cualquier palabra, recuerdo, imagen, clavo ardiendo o despojo sentimental que se me atraviese en medio de este desplome vertiginoso y extraño. Lo único que consigo es llevarme por delante pequeñas mierdecitas insignificantes, satélites parasitarios, que empiezan a gravitar a mi alrededor mientras mi estrella, a punto del colapso, continua su desplome errático hacia ninguna parte.

Arrastro en mi caída indolora a Bon Scott, el mejor cantante de rock de todos mis tiempos vivos, y sobre todo también de mis tiempos muertos. Me gustaría poder decir algo de él, pero la verdad es que a lo largo de nuestra relación de tantos años ha sido siempre el australiano tatuado el que ha llevado los pantalones (que se lo digan a Angus Young) y por supuesto la voz cantante en el salón de mi casa. La escena se repite una y otra vez y es, más o menos, así: La llave gira cuatro veces en la cerradura clackatack, clackatack, clackatack, clackatack-raack y entro en casa abatido, resignado y silencioso, rezumando aceras y Metro de Madrid, con el alma podrida de plomo, el nudo de la corbata descoyuntado y los platos aún sin fregar. Enciendo el estéreo, y que por pedir no quede: Ya sé que estoy abusando, pero haz el favor de cantarme algo que me convenza de lo contrario ahora mismo. Y cántamelo bien clarito, sin pelos en la garganta, que yo me entere otra vez de quién coño soy, porque se me ha vuelto a olvidar entre tanta mierda de correos electrónicos y pasillos de oficina. Y el tipo tira de repertorio y me recuerda que no hay deber cumplido sino, pura y simplemente, supervivencia ganada: 

(…) Asking nothing, leave me be
Taking everything in my stride
Don't need reason, don't need rhyme
Ain't nothing I would rather do
Going down (...)

Lo  confieso: Tengo un libro de poemas de Benedetti criando polvo encima de la mesilla de noche, pero para estos menesteres Bon Scott me vale madres. A fin de cuentas, por las noches estoy demasiado reventado para friegas espirituales; y recién levantado por las mañanas no tengo ojos ni voluntad más que para un zumo de naranja y el café resucitador. Me jode un poco que tuviera el mal gusto de morirse durmiendo la mona en un coche aparcado en algún lugar de Londres, pero así de perra es la vida, amigos. Por cierto que también tocaba la gaita, y nunca me quejé.

Sigamos cayendo. Enhorabuena: El (Excelentísimo) Ayuntamiento de Madrid acaba de cosechar un diezmo más en su campaña inmisericorde de recaudación con la que, intuyo, espera paliar el dispendio de los pasados fastos urbanísticos a costa de arañarles la faltriquera so cualquier pretexto a los siervos de la gleba del siglo veintiuno, entre los que por supuesto me cuento. Han sido cuarenta y cinco Euros por desplazarme un miércoles a eso de las cinco de la tarde hasta la calle Carlos Arniches, en las inmediaciones del Rastro, para comprar veinte kilos de abono enriquecido con aminoácidos naturales y extracto de algas que estimula la floración y la actividad fotosintética de todo tipo de plantas medicinales, aromáticas, alucinógenas y ornamentales. Y me lamento yo, cual cuitado Segismundo:

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros pasando,
aunque si pasé ya entiendo
qué delito he cometido
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber pasado.
Sólo quisiera saber
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de pasar),
qué más os pude ofender
para castigarme más.
¿No pasaron los demás?
Pues si los demás pasaron,
¿qué privilegios tuvieron
qué yo no gocé jamás?

Si suponen que, además de parafrasear al triste recluso, me cago en su puta madre (en la del Excelentísimo), suponen bien.

El sexo, cuando sucede en días laborables y entrada la madrugada, tiene su precio, y lógicamente no me refiero a los cuarenta y cinco Euros ut supra. (Aunque, ahora que lo pienso, gustosamente los habría empleado en abonar una felación libre de impuestos en algún portal oscuro de la calle de la Ballesta, en lugar de esa especie de vejación anal inconsentida a la que recién me ha sometido el hipertrofiado Órgano Recaudador del (Excelentísimo) Consistorio de aquesta Villa y Corte. Perdón por el excurso y, dicho sea de paso, larga vida al Tea Party).

Como venía diciendo, el sexo a deshoras trae consecuencias imprevistas a la mañana siguiente, cuando la realidad postcoital sobreviene en toda su crudeza, y a la sierva de la gleba no le queda más cojones que abandonar el lecho a las seis de la mañana por esas cosas del trabajo mal remunerado, mientras que el siervo de la gleba que esto escribe agradece por un lado, entre sueños y legañas, la hora y media de extended play cortesía del Convenio Colectivo de Oficinas y Despachos y, por otro, aunque en menor medida, se compadece de la suerte de la otra. Quince minutos después y siete pisos más abajo, descamisado, sin ropa interior debajo de los vaqueros mal abrochados ni un par de calcetines que llevarse a las zapatillas, el siervo de la gleba experimenta una variedad extrema de autocompasión a pie de calle, al tiempo que libera a su compañera de ardores y fatigas del maquiavélico portal-trampa ideado por la Comunidad de Propietarios, que en realidad esconde un aquelarre de pendejos impotentes adoradores del diablo con delirios de poder.

         - Todo esto será tuyo si te postras y me adoras, viejo jubilado. Y además te haré presidente de la Comunidad de Propietarios.
         - ¿Seré inmortal?
         - No, pero si te esmeras tu labor será recordada por muchos años. Especialmente por el inquilino del 7A.

Perdónenme por el desorden de lo escrito, pero  recuerden que esto es caída libre y que el que ha saltado al vacío no es Greg Luganis, así que no esperen acrobacia, pirueta o experiencia plástica de ningún tipo. Aquí no hay más que tumbos, aspavientos e incoherencias. Si han tenido las tragaderas de continuar con la lectura de esto, es el momento de abandonar, porque me temo que la cosa no va ir a mejor. Más al contrario, porque se me acaba enganchar en el cuello una entrada del Blog de Diana Aller (un lugar de ocio y esparcimiento intelectual, para gilipollas como usted) cuya lectura encarecidamente desaconsejo, pero que publicaré aquí para beneficio de quienes a pesar de todo tengan a bien ser partícipes de mi desazón en vivo y en directo. Queden, no obstante, advertidos de que pulsar este hipervínculo les transportará a un lugar frívolo y bastante desagradable:



Sea como fuere, no hay mal que por bien no venga, y he de decir que  sus esclarecedores y didácticos contenidos han servido para revelar mi faceta -inédita hasta la fecha- de amante incondicional de la vida, aunque la vida sea follarse un sapo un día sí y otro también. Menos mal que nos queda Bon Scott y que un día de estos Diego Forlán se quitará la peineta y marcará un gol. Por ejemplo, mañana.

Y la canción de hoy, como no podía ser de otra forma:

Baby, please, don't go

A César, lo que es de César y a Bon... lo que es de Scott. Hasta otra.