31 de octubre de 2010

El chino y la patata

De pié tras la caja del supermercado, Carmen, latina y muy guapa a pesar del mono color quirófano con el que despacha a los clientes, acaba de cobrarme doce Euros por las dos bolsas repletas de vegetales saludables que acabo de comprar en uno de esos emporios de la fruta que proliferan en los barrios de Madrid. No llevo efectivo suficiente en la cartera y he tenido que echar mano de la tarjeta. Mientras pulso los cuatro dígitos de rigor fantaseo brevemente con la estupenda idea de completar esa misma transacción con la consola inalámbrica entre los pechos de Carmen, racial y desnuda como Cuauhtemoc la trajo al mundo, con sus aretes de oro, y su sombra de ojos verde serpiente. Pulso aceptar de buena gana, aún a sabiendas de que no caerá esa breva mesoamericana en la bolsa que hoy me me llevaré a casa. Me dispongo a abandonar la frutería con la compra recién embolsada cuando escucho a mis espaldas “veintiuno” y me pregunto qué surtido de frutas o verduras habrá adquirido mi sucesor en la línea de cajas para sumar cantidad tan astronómica sin apenas despeinar al lector de código de barras. Intrigado, miro hacia atrás.

Veintiúuun séeentimos” le matiza Carmen a un chino de mediana edad que la observa con desapego oriental. Sobre la balanza electrónica, la delgada bolsa de plástico semitransparente revela una patata solitaria. No hay nada en el aspecto del chino que incite a reflexiones o especulaciones de ningún tipo sobre su persona o avatares. De indumentaria absolutamente neutra, me resulta difícil evocarlo en la memoria; un secundario de documental en tránsito por alguna calle de Pekín o Shanghai, entre bicicletas y multitudes; un chino del montón. Sólo recuerdo que llevaba el pescuezo un poco rapado. Y que acababa de comprar una patata.

¿Qué significaba todo aquello? ¿Para qué una patata? La pregunta me persigue desde hace un par de días, y no consigo hallar respuesta plausible, una hipótesis más o menos razonable que halle encaje en el conjunto abstracto de mi experiencia. Estaría dispuesto a aceptar “patata” en singular como sinónimo de sustento necesario en el contexto de algún país subdesarrollado de África, por ejemplo, donde un tubérculo de más o de menos puede marcar la diferencia entre un día con algo que llevarse a la boca u otro más viéndolas venir entre polvo, moscas y vacas famélicas. Pero la Unión Europea, a pesar de la crisis rampante, aún no ha llegado a esos extremos.

Por otra parte, descarto la tesis de la patata como remedio estético para pieles grasas, que es lo que me sugirió una amiga cuando le planteé mis inquietudes existenciales; primero, por su  radicalismo barroco y, en segundo lugar, porque como todo el mundo sabe, los chinos no tienen espinillas.

Cierto que, al parecer, también es posible utilizar una patata como condensador en la construcción de radiorreceptores caseros o como pila biológica; y bien pudiera ser que fuera esa precisamente, y no otra, la intención de nuestro amigo, teniendo en cuenta que los orientales son unos fieras en cuestiones de tecnología punta y que, según estudios recientes en el campo de la nanotecnología húmeda, la estructura molecular de la patata, a pesar de su escaso valor proteico (2,5% de su masa total),  ha demostrado poseer cualidades prometedoras en el novedoso campo de la ingeniería de las  proteínas. Sin embargo, tampoco doy por buena esta hipótesis al ser la nanotecnología una ciencia cara e incipiente, aún en sus más tempranas fases de desarrollo, lo que presupone una sucesión constante de aciertos y errores en su avance. Sospechan bien: Cualquier científico clandestino le habría comprado a Carmen, como poco, varios kilos de patatas, aun cuando fuese para no despertar sospechas y, de paso, evitarle los desvelos a quien esto escribe.

Anoche, a eso de las cuatro de la mañana, entreabrí los párpados inflados de sueño para ponderar con desgana la posibilidad de que el chino fuese un émulo de Bruce Lee quien, como seguramente recordarán, y además de fluir como el agua, era capaz de ensartar patatas crudas con una humilde pajita de refrescos gracias a un explosivo y letal golpe de muñeca (la pajita flexible de Joseph Friedman aún no era popular). Un par de minutos después volví a caer dormido, y acaso soñé con guerreros kenjutsu batiéndose con pajitas de colores en una cafetería americana de los años cincuenta.

El caso es que no he llegado a ninguna conclusión. El enigma del chino y la patata permanece irresoluto en mi memoria de las pequeñas cosas que se amalgaman como un brocado de bisutería  en las entretelas de mi extraña existencia. Cuando comencé a escribir esto creí intuir una historia que a estas alturas permanece inédita, por lo que no tengo más remedio que invitar a mis improbables y voluntariosos lectores a completarla, si así lo estiman oportuno.

Por último, y para amenizar la lectura más bien plúmbea (no crean que no me doy cuenta) de estas entradas del blog, nada mejor que una canción con fundamento del bueno. Ahí va la primera:


Buenas noches.

28 de octubre de 2010

El Chapas

Me gustaría, pero no soy capaz de contar su historia; ni siquiera puedo imaginarla, o tal vez sí, pero es que resulta que el Chapas es real, puro presente continuo; y una cosa es recrear fantasías animadas de ayer y hoy en la página de este blog y otra muy distinta abordar la deconstrucción imaginaria de un Ser absoluto y perfecto, como absolutos y perfectos pueden ser, por ejemplo, un martillo, un balón o la tortilla de patata, para que nos entendamos. Queden por tanto advertidos los  los improbables lectores de que no hallarán en estas líneas más que una descripción  de lo visto, y no de lo imaginado. Para esto último no tendría más remedio de servirme de mentiras endebles (mi limitado talento literario me impide forjar mentiras formidables) que, francamente, no le harían justicia. En resumen, el Chapas desafía y sojuzga la imaginación (al menos la mía) y hace bueno el dicho de que una imagen vale más que mil palabras. 

Jamás he cruzado una palabra con él, y rara vez he tenido la oportunidad de verlo ir y venir, a pesar de que ambos cohabitamos en el barrio desde tiempos inmemoriales. Ignoro dónde, con quién y de qué vive, aunque sí puedo afirmar que cuenta con medios económicos suficientes para costearse una botella de Coca-Cola mediana que indefectiblemente porta en La Mano de Los Anillos. La botella está siempre destapada y el contenido líquido de su interior se intuye lacio, inequívocamente descarbonatado, como el de los restos de un botellón a la mañana siguiente. O podría ser que la botella, en realidad, contiene algo diferente: un combinado de vermú y Lexatín o Diazepán, por ejemplo. Pero ya me estoy dejando llevar por las hipótesis maledicentes y, como ya he dicho antes, no puede ser éste el propósito de la semblanza. Nunca le he visto beber de la botella, así que no es descartable que ésta no sea más que un complemento tributario de su estética personal inclasificable.

Sólidamente afianzado sobre las piernas separadas más allá del paralelo de las caderas, permanentemente alerta, con la cabeza ligeramente proyectada hacia adelante, el Chapas carga con la botella de Coca-Cola como una suerte de pistolero que acaba de vaciar el cargador de su revólver en el cuerpo de una víctima imaginaria. A veces, la otra mano, la que no es La Mano de Los Anillos, pero sí la del brazalete de cuero con tachuelas, sostiene un cigarrillo encendido que fuma con parsimonia, sin descomponer una estampa bastante épica, propia de un cromo o de un recortable antiguo. Estética y estratégicamente posicionado en la confluencia de ciertas calles del barrio (de cuyo nombre no quiero acordarme), junto al paso de cebra y siempre de cara al tráfico rodado, o a veces de espaldas a los cubos de basura, el Chapas desafía con tranquilidad, de buena mañana, la normalidad tridimensional circundante.

El Chapas calza sistemáticamente botas militares más bien polvorientas, permanentemente combinadas con unos vaqueros viejos y holgados que ciñe a la altura de la boca del esternón -a la manera de las juventudes del Opus Dei o de ciertos epilépticos- con correones de factura militar, motera o rockera, según los días, pero en todo caso de esos que lucen imponentes hebillas de destrucción masiva. Como seguramente habrán podido deducir por los altos vuelos del pantalón, las perneras acortadas sin remedio revelan no poca parte de la caña de la bota y el tiro, aunque no es de esos que sale por la culata, se le repliega un poco contra la entrepierna.

Más arriba, tapando parcialmente la frontera del pantalón, el Chapas luce  un chaleco gastado de tonos oscuros del que prende una constelación de insignias de temática variopinta que va desde la típica estrella maoísta hasta las reivindicativas de bandas punk de los ochenta pasando por un florilegio de slogans agresivos en lengua inglesa cuyo significado probablemente desconozca, si bien no descarto una vaga intuición por su parte. Y algún smiley, dicho sea de paso.

Para rematar el conjunto, una voluminosa cadena de bisutería con evocaciones sadomasoquistas y una esclava de la que pende un Cristo de la Buena Muerte tamaño XL, amén de otras más pequeñas que en su conjunto sintetizan con relativo éxito lo rapero y lo legionario: Viva la Muerte, check it out bro'.

Puede que haya en todo esto algún tipo de estrategia estética preconcebida, pero prefiero no averiguarlo, entre otras cosas porque carezco de la preparación y el cuajo profesional que requeriría ahondar en ese abismo inquietante y regresar incólume de la experiencia (lean este blog: bastante tengo con bregar contra las miserias existenciales endémicas de la Zona Negativa).

Mis disculpas para todos aquellos que a la altura de estas líneas hayan empezado a fantasear antes de tiempo e imaginen al Chapas como una especie de chulazo de barrio, depauperado y un poco esquizoide. Nada mas lejos del morfotipo decididamente enclenque de nuestro protagonista; un cuerpo que recuerda al de una pera menuda y elongada, de carnes delicadas; una pera hardcore con chaleco. Si alguna vez han tenido la oportunidad de contemplar un autorretrato de Robert Crumb sabrán inmediatamente de lo que estoy hablando y me ahorraré ulteriores esfuerzos en describir los fundamentos de la arquitectura facial del Chapas, que básicamente se resumen en unas lentes de culo de vaso blindado y un bigotito ralo enmarcados en un rostro de líneas débiles e imprecisas que transmiten una expresión de imbecilidad miope. Añádase una gorra de béisbol que ha conocido mejores tiempos, un toque de caspa dispersa y pongamos punto final a esta pequeña semblanza sin biografía.

De todo tiene que haber en la viña del Señor.

25 de octubre de 2010

Deudas

Pensándolo bien, creo que no podría saldar tanta deuda como a día de hoy tengo acumulada con los músicos. Un buen día me van a embargar el alma. Pero volviendo a pensarlo bien, no hay caso, porque nadie pujaría en la subasta. O porque el alma no existe.


I looked out this morning and the sun was gone
Turned on some music to start my day
I lost myself in a familiar song
I closed my eyes and I slipped away

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away
I see my Marianne walkin' away

So many people have come and gone
Their faces fade as the years go by
Yet I still recall as I wander on
As clear as the sun in the summer sky

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away
I see my Marianne walkin' away

When I'm tired and thinking cold
I hide in my music, forget the day
And dream of a girl I used to know
I closed my eyes and she slipped away
She slipped away

It's more than a feeling
(More than a feeling)
When I hear that old song they used to play
(More than a feeling)
I begin dreaming
(More than a feeling)
'Til I see Marianne walk away


"More Than A Feeling" by Tom Scholz (Boston)

23 de octubre de 2010

Una tragicomedia insignificante

Un emigrante de algún lugar del África profunda, del Corazón de las Tinieblas, que diría Conrad, se materializa un día cualquiera en la entrada sur del centro comercial Moda Shopping en el distrito financiero de los Nuevos Ministerios (en cierto modo, otro corazón de las tinieblas) con un único ejemplar de La Farola convenientemente plastificado bajo el brazo.

Nuestro africano ocupa su nicho en el estrato más bajo de la cadena del comercio minorista y se aposta, hierático y diligente, a un lado de las puertas de cristal de acceso al templo consagrado al consumo de productos de factura exclusiva, exquisitos y caros. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos. Aun cuando un ejecutivo encorbatado pudiera atravesar el ojo de la aguja, portátil incluido, las leyes del mercado son exactas e inexorables y relegarían al portador de La Farola al lugar que ahora ocupa, al otro lado del Reino de los Cielos. Incluso en temporada de rebajas.

El blanco lechoso de los ojos de Dominique contrasta poderosamente con los iris torrefactos y el resto de la piel oscura de su rostro. Probablemente de forma involuntaria, la materia oscura condensada en esos ojos posee la exótica virtud de aprisionar el vuelo distraído de las miradas de Los Elegidos y arrastrarlas hacia un purgatorio subliminal de culpabilidad y remordimientos no asimilados gracias a procesos depurativos de higiene mental que garantizan el vacío existencial  tolerable, sólidamente cimentado con Blackberries insaciables, osos de Tous, yoga dinámico y un coche ambientalmente correcto.

Con anticipación calculada, Dominique desplaza servicialmente la puerta, franqueando el paso de Los Elegidos al interior del centro comercial sin mayor esfuerzo, en la esperanza de percibir a cambio una pequeña contraprestación económica que le ayude a sobrellevar los inconvenientes de una vida cotidiana desprovista de papeles o de futuro a corto plazo. Y si bien nadie espera o demanda que le abran una puerta en tales circunstancias, la oferta de servicios, aunque poco ortodoxa y no homologada, es libre.

Como fuere, nuestro personaje acude a diario a bregar al pie de su improvisado negocio, tal vez por falta de algo más productivo en lo que emplear el tiempo, y así transcurren los meses, hasta que un día a finales del verano un pelotón de operarios enfundados en monos de trabajo con el logotipo de una contrata hacen su aparición, cargados de herramientas. En los días que siguen, Dominique hace mutis por el foro y, siempre con su ejemplar de La Farola a la vista, halla refugio provisional a las puertas de un supermercado en el barrio de Pacífico. Durante ese tiempo su merma de ingresos se ve compensada con cantidades ingentes de comida envasada, generalmente de marca blanca. Dominique, aunque bien alimentado, hace malabares para conseguir pagar su parte alícuota de la pensión del extrarradio de Madrid en la que pernocta con otros seis manteros subsaharianos.

Han transcurrido dos semanas desde que acudió por última vez al Moda Shopping. Hoy, a las nueve de la mañana, coincidiendo con el horario de apertura del centro comercial, Dominique regresa al distrito financiero para encontrarse cara a cara con una flamante puerta giratoria que con suave rotación mecánica absorbe el tránsito desganado de las primeras hornadas de profesionales que ese día han optado por atajar a través del edificio, de camino a sus lugares de trabajo en las entrañas modulares de los rascacielos circundantes.


[Nota aclaratoria para lectores extranjeros o nativos despistados: La Farola es una iniciativa editorial que bajo el lema “El periódico que da pan y techo” buscaba proporcionar una fuente de ingresos alternativa a una minoría no tan minoritaria de personas que, por unas u otras razones, carecía de otros medios de subsistencia. La idea era sencilla: Distribuir gratuitamente la tirada de ejemplares entre los necesitados para que éstos a su vez pudieran ofertarlos a los ciudadanos de primera por su precio nominal más la voluntad, y así hacer unos eurillos extra que lo mismo valían para un roto que para un descosido. Este humilde trabajador fijo discontinuo del Watiblog, ciudadano de primera por mero determinismo geográfico, ha tenido la oportunidad de acceder en varias ocasiones a los contenidos de La Farola y se halla en condiciones de afirmar que la calidad periodística del material que nutre sus páginas deja bastante que desear.  Es por ello que con el paso del tiempo el hecho de intercambiar o no un ejemplar de La Farola con el transeúnte solidario que abona su precio con mayor o menor largueza ha perdido relevancia para transformarse en una modalidad como cualquier otra de practicar la caridad de toda la vida, que nada exige a cambio. La Farola ha dejado de ser una publicación mediocre para convertirse en un símbolo, un ícono que da carta de naturaleza a su portador callejero: las credenciales del desheredado, por lo general expuesto a las inclemencias del tiempo, que éste se afana en preservar del deterioro ambiental impermeabilizando el único ejemplar de batalla con plásticos transparentes.

Aquellos que deseen profundizar un poco más en la historia y vicisitudes de La Farola hallarán de interés el siguiente artículo publicado en el diario El País: http://www.elpais.com/articulo/madrid/sombras/Farola/elpepiespmad/20100207elpmad_9/Tes ]

17 de octubre de 2010

El banco

Hay un banco en el chaflán de la esquina, frente al escaparate de la pastelería de mi barrio, que rara vez permanece desocupado. Tras la cristalera, en equilibrio sobre peanas de oropel, las  bandejas de latón exhiben bombones de colores en simétrica formación propia de un escuadrón de infantería junto a batallones de cruasanes apilados como tanques lustrosos y morenos, palmeras blindadas con glassé o chocolate, suizos y caracolas de campaña y otras armas con potencial de deflagración hipercalórica exponentes de la industria armamentística repostera, en festivo desfile militar que, sobre todo los domingos por la mañana, augura a los transeúntes la derrota inminente de la amargura cotidiana.

Al otro lado del escaparate de la pastelería, afianzado con gruesos tornillos al adoquinado gris del pavimento, el banco se convierte en improvisada plataforma en la que las gentes del barrio se reúnen a hablar de sus cosas o simplemente a matar el rato mirando pasar la vida. Dependiendo del momento del día, la congregación compone estampas diferenciadas que sintetizan perfectamente diversos estratos del paisaje social urbano. Temprano por la mañana, un par de ancianos jubilados departen tranquilamente entre sí aposentados en los extremos opuestos del banco, claro indicio de que cada cual se ha llegado hasta la esquina del banco por su cuenta y riesgo. Rara es la ocasión en la que a la pareja no se suma un tercero en concordia, con el periódico y una barra de pan en la mano, convenientemente envuelta en papel de estraza. El tercer jubilado permanece de pié, a veces con la ayuda de un bastón, equidistante de los otros dos mientras discurren livianas las primeras horas del día.

Ya entrada  la mañana, el banco puede transformarse en improvisado pantalán al que se allegan carritos de la compra pilotados por amas de casa, casi siempre acompañadas de críos pequeños, camino del supermercado o ya de regreso al domicilio familiar. Los críos se distraen engullendo gominolas o algún bollo comprado en la pastelería mientras ellas aprovechan para hablar de sus cosas. No es infrecuente que a esas horas arriben también a las inmediaciones del banco madres primerizas con sus bebés encapsulados en carritos de diseño o mucamas empujando sillas de ruedas con ancianos terminales en busca del sol del mediodía que, curiosamente, representan los límites colindantes del círculo perfecto de la existencia. Unos y otros van, vienen y se reagrupan en distintas combinaciones en torno al banco hasta la caída de la tarde, cuando la iluminación de bares y comercios empieza a sobreponerse gradualmente a la luz natural del día que ya se acaba.

Ahora desocupado, el crepúsculo comienza a revelar en su armazón de recia tablatura muescas, pintadas, garabatos, tarascadas y cicatrices varias. El banco exhibe su tosca simplicidad de mobiliario urbano baqueteado, acorde con la estética de gorra y camiseta de basket característica de las avanzadillas de latinos emigrados que ahora se hacen fuertes en la esquina de la calle. Sin prisa pero sin pausa, los ultramarinos toman incruentamente el banco sin resistencia ni derramamiento de otra cosa más que la de la cerveza que consumen en latas alargadas, evidentemente camufladas en bolsas de papel marrón. La pastelería está cerrada. Desde sus teléfonos móviles de última generación despliegan un eficaz escudo protector de bachata, reggaeton o merengue en un perímetro de diez metros cuadrados de acera alrededor del banco. Al socaire de su burbuja musical, los hispanos charlan animadamente, ríen y, a veces, vociferan exabruptos incomprensibles que provocan la extrañeza, cuando no excitan la imaginación, de los moradores de las viviendas cercanas que cenan sentados frente sus televisores de plasma. Ocasionalmente se detiene en la esquina algún vehículo, generalmente con los cristales ahumados, y el grupo intercambia cordiales saludos con el conductor que, a su vez, contribuye a intensificar el colorido musical con un chorro acústico de inusitada potencia que emana desde algún lugar indeterminado del interior del coche.

Al cabo de unas horas, el banco quedará otra vez vacío y en silencio, entre colillas, latas arrugadas, cáscaras de pipas y demás desechos del tráfago urbano. Es el turno de la avanzadilla de barrenderos municipales que anuncian la llegada del camión que esa noche purgará las aceras de Madrid con agua reciclada a presión.

Un coche de la Policía Municipal pasa despacio junto al banco desierto y por un momento alienta la esquina aún mojada con un vaho efímero de luz azul. Luego, se aleja calle arriba.

12 de octubre de 2010

Reflexiones sobre un cursor (o el heraldo de un dios menor)

Metamorfoseado en una cabeza de flecha aerodinámica, el cursor sobrevuela un sinnúmero de espacios bidimensionales idénticos, cálidos y luminiscentes en los que no existe inercia, gravedad o rozamiento alguno. El cursor es libre de desmaterializarse y teletransportarse al interior de los distintos compartimentos de un disco duro y, a la vez heraldo y ejecutor de un poder omnímodo, de crear, modificar o destruir lo que allí existe: de abandonar la génesis de una creación intelectual en el seno de un editor de textos y emerger en un ecosistema de imágenes catalogadas para clonar a capricho la visión de un recuerdo; o de infiltrarse a través de un atajo improbable hasta un recinto poblado por una multitud de iconos inertes y ordenados, pequeñas cajas de música que liberan su melodía obedientes al impulso silencioso de una voluntad inescrutable.

Encerrado en una caverna rectangular de dimensiones inmutables el cursor todopoderoso es capaz, sin embargo, de conjurar y atraer hacia sí una variedad inconcebible de ecos imperfectos: percute un hipervínculo cualquiera y  la pared retroiluminada de la caverna le devuelve un tapiz pixelado con la representación gráfica y multicolor de una sombra de la realidad desposeída de gusto, tacto y olfato.

El cursor percute una y otra vez, y el tapiz reverbera con los ecos imperfectos de tantos mundos como pueden caber en el mundo real: ecos ramplones de las existencias mezquinas de millones de hombres y mujeres desconocidos, ecos inquietantes de lugares devastados por la miseria, ecos del cosmos más lejano que ya fue, ecos premonitorios de las mil caras de una misma muerte, ecos explícitos de encuentros sexuales imperfectos, ecos irritantes de finanzas condenadas al desorden interesado de la especulación, ecos de meteorología caprichosa, ecos de una vida social deforme y perturbada, ecos deslumbrantes que proclaman el triunfo tecnológico de lo incomprensible, ecos categóricos de esto y de lo otro y, también, de todo lo contrario.

Frontera entre dos mundos, lo que anoche eran los pechos oscuros y pequeños de una joven oriental que por la mañana olvidó llevarse el rastro tibio de su olor bajo el edredón en mi dormitorio es ahora una sucesión ordenada de código lingüístico que emerge misteriosamente del parpadeo indiferente del cursor: código dúctil, maleable y replicable hasta el infinito, susceptible de traslación instantánea hasta los dominios de cualquier otro dios menor en un Olimpo de límites crecientes e imprecisos que podrá disponer a su albedrío de la sombra de una noche que ahora ha dejado de pertenecerme.

Encarnación visual del los ceros y unos que constituyen la fibra más recóndita de un universo artificial y paralelo en el que los seres humanos proyectan y ejecutan sus designios cotidianos, el cursor es y no es en intermitencia sucesiva y eterna.

5 de octubre de 2010

Ejercicios con palabras: El Molinón

Un bar cualquiera, en una calle de un barrio cualquiera. En mi barrio, por ejemplo. Anónimo. Permanentemente embalsamado en un halo mediocre de neón como una pátina de soledad que parece transformar a quienes se adentran en el establecimiento en clientela silenciosa, melancólica y solitaria. El Molinón es como un gran túnel cuadrado que se adentra en los bajos del edificio en el que se ubica, a pie de calle. El escaparate del bar está enteramente compuesto por una cristalera relativamente transparente, enmarcada en una estructura de aluminio arañada, de apariencia raquítica y endeble, que quizá haya conocido mejores tiempos.

Un lacónico letrero ahorcado en una ventosa informa a los viandantes que el establecimiento se halla abierto, aunque tal vez nunca nadie se haya molestado en voltearlo para indicar lo contrario. En el centro de la cristalera principal, la leyenda "Tapas y Raciones", con sus letras rojas desvaídas, cuarteadas por los contornos, se suma a la penumbra sospechosa del interior, invitando a los posibles clientes a pasar de largo, camino de otros bares que también hay en la misma acera.

El Molinón está orientado al norte, pero ello no explica la falta de luz, la mortecina desazón que acecha en su interior. En la semioscuridad del fondo, un televisor mastodóntico como un inmenso armario catódico retransmite sin descanso eventos deportivos que no parecen provocar emoción alguna a los escasos parroquianos que, sentados junto a las mesas de aluminio dispuestas consecutivamente a lo largo de la pared del bar, observan con solidaridad indiferente, como una congregación muda que honra un pacto de silencio, mientras consumen tercios de cerveza o una copa de coñac barato.

Detrás de la barra, frente a las mesas, un espejo se extiende a lo largo de la pared del local hasta morir junto al vano de una puerta tras el que se adivina un habitáculo con luz de bombilla en el que una mujer vestida con un mandil oscuro estampado con flores antiguas probablemente prepare las tapas y las raciones que se anuncian en la cristalera, y que rara vez consumen los clientes. En la parte superior del espejo a la altura de la mitad de la barra, adherido por las esquinas con pedazos de cinta aislante negra, un folio amarillento reza “Abierto desde las 6:00 hasta las 00.00 horas”, una condena rutinaria e inexorable que el dueño del local se encarga de ejecutar personalmente sin fiestas ni excepciones. El dueño del local no desentona con el resto del establecimiento y no podría afirmarse cuál de ellos es el efecto y cuál la causa del otro. Delgado y macilento, el hombre atiende diligentemente a la clientela en silencio, con un cierto aire de resignación y derrota. La ropa le cae grande.

Anodino y depresivo como sólo pueden llegar a serlo esos bares con iluminación de neón gastado, adquirido bastante tiempo atrás en alguna tienda de apliques eléctricos o en una ferretería. Bares  que no han renovado una estética impersonal, carente de ilusión, que sobreviven despojados de cualquier afecto de su propietario. Bares engendrados por una inercia de negocio fruto tal vez del desempleo a destiempo. Pura desidia utilitarista, como el hijo que lógicamente toca procrear tras las nupcias de una pareja hastiada de su relación. En realidad, el Molinón no es triste ni melancólico; ni siquiera merece el beneficio de lo lírico.

A pesar de todo, o precisamente por ello, soy cliente habitual del Molinón.

2 de octubre de 2010

Irina o la arquitectura del fracaso

Nunca llegué a conocerla, y por eso fue que no tuve más remedio que darle un nombre imaginado. Un nombre que hoy, al cabo de algunos años, apenas evoca los rasgos de la mujer joven que leía ensimismada, sentada en uno de esos bancos de piedra adosados al muro del andén del Metro de República Argentina.

Irina me robó el corazón de una forma extraña. Con la fuerza natural e inexorable de un imán arrastró involuntariamente hacia sí hasta la última esquirla mineral de sentimiento que andaba convulsa y desperdigada entre los restos del naufragio viviente que por aquel entonces era yo.

Mi libro, que también era su libro, el mismo libro raro, idéntica edición de bolsillo  e idéntica historia que sus ojos y los míos descifraban, que cada uno hacía propia a su manera.

Yo, anónimo y arrinconado tras los cristales, ahogado en una multitud indiferente de viajeros, en el interior de un vagón que, por una u otra razón, permanecía detenido con las puertas abiertas, demorando su salida. Tres metros de aire transparente entre Irina y yo, muralla invisible que con el correr de los segundos apuntalaba con mi indecisión, con el engrudo de mis miedos, hasta dotarla de consistencia sólida e insalvable. Cuando las puertas del Metro finalmente se cerraron había culminado otro producto admirable de la arquitectura del fracaso.

Pude aún observarla  por un breve espacio de tiempo, absorta en la lectura, mientras yo apretaba la frente contra el cristal con el libro desplegado sobre la corbata. Entonces todo comenzó a moverse e Irina, ya fuera de mi alcance, se fue haciendo pequeña en la distancia hasta confundirse con el resto del paisaje subterráneo bañado en luz de neón. Luego, la oscuridad del túnel.

Quince minutos después detuve mis pasos frente al mismo banco de piedra que ahora estaba vacío. Llevaba el libro en la mano para intentar explicar, decir, pretextar cualquier cosa. No fue necesario, como tampoco lo fue a la mañana siguiente ni en los días que siguieron.

Sólo he olvidado el título del libro.